Ya quedó claro que Colombia no es el país más corrupto del mundo y que todo se trataba de una patraña -fake new- reciclada por medios de comunicación del régimen venezolano para tapar su propia corrupción y, de paso, para atacar, no a Colombia, sino al gobierno del presidente Duque.
No en vano su socio progresista en el país, el senador Petro, el mismo con un examigo que le llevaba plata en bolsas de basura, madrugó -4:07 a.m.-, a culpar al uribismo de “haber construido el país más corrupto de la tierra”, y claro, como está en campaña, a prometer el combate a fondo de la corrupción, y hasta, posando de Jorge Eliecer, a anunciar “La restauración moral de la República”.
Hechas las rectificaciones por parte de Transparencia Internacional y su filial, Transparencia por Colombia, la situación tampoco es para laureles. En su informe, publicado en el 2020, Colombia ocupa el lugar 96 entre 180 países evaluados, lo que me hace recordar la famosa promesa de Julio César Turbay de “reducir la corrupción a sus justas proporciones” (1978), por la que fue crucificado por un país fariseo.
TI solo evalúa la corrupción pública, aunque sabemos que es “hermana” de la privada, dentro del esquema de Sor Juana Inés de la Cruz, de que “unos pecan por la paga y otros pagan por pecar”. Ojalá el país siguiera el consejo de Turbay y la meta de estar siquiera entre los 50 mejores, pues la transparencia total, como la perfección, es una utopía que siempre debe perseguirse.
Hacia allá íbamos en 2010, al final del gobierno Uribe, cuando ocupaba el puesto 78, pero durante el de Santos, en lugar de seguir persiguiendo esa utopía, retrocedimos hacia la vergüenza. En 2016 a mediados de su segundo gobierno, alcanzamos el puesto 90 y, dos años después, el ¡99!
Se compró todo con recursos públicos. La conciencia de la clase política, con honrosas excepciones, para apoyar las negociaciones con las Farc; la objetividad de poderosos medios e influyentes periodistas, que se volcaron a cumplir su doble función de pregonar la paz, de estigmatizar a medio país como “enemigo de la paz” y perseguir a quienes representaban esa posición, sobre todo en el Centro Democrático, porque se corrompió a la justicia y algunas entidades de control.
Fedegán fue víctima de esa persecución, por parte del ministro Juan Camilo Restrepo, que no dudó en gastarse $1.000 millones para montarle una auditoría privada a su amaño, y de otro, del señor Iragorri, que pretendió comprar la institucionalidad en contra de Fedegán, mientras “contrataba a dedo” más de $4 billones, bajo la mirada gacha del Contralor Maya.
El mayor daño a la lucha contra la corrupción provino de la “patrasiada” en la política antidrogas, con la suspensión de la fumigación aérea bajo la presión de Correa, Chávez, y de las Farc en el marco de las negociaciones.
Estamos sometidos al poder corruptor de 200.000 hectáreas de coca, pero contamos con un gobierno que ha revertido la tendencia y persigue la utopía de la transparencia total con la legalidad como consigna.