La notable falta de severidad en la justicia ha logrado la evolución de la violencia. Hoy la justicia que se aplica en nuestro medio se encuentra lejos de ser rápida, eficaz, efectiva, y oportuna, porque en la actualidad su pesadez ha generado incomprensión y desconfianza a la ciudadanía que lo margina de colaborar con decisión y entusiasmo en el éxito de las investigaciones por considerarlas engorrosas deficientes, impropios y lentos los procedimientos, por no estimarlas inútiles.
Estos pasos jurídico paquidérmicos nos ha dado la sensación y en veces la convención, de que ello entre otras cosas, predomina la impunidad e insta al delincuente se establezca con tal poder hasta poseer medios e instrumentos que le permiten organizarse y moverse con más agilidad que los organismos del Estado instituidos para perseguir y castigar al delito. La lentitud jurídica a contribuido a que el delincuente se encuentra más acorazado en cuanto la ley que lo hostiga y lejos de ser oprimido por la justicia que lo acosa. Este fenómeno contribuye visiblemente a fortalecer una paralización frente al dramatismo de la situación, a su consiguiente aceptación e incluso ha llevado a que algunas porciones de nuestra ciudadanía no involucradas previamente en actividades delictivas, empiecen a pensar en el delito como una forma deseable de vida, incluso aquellos que ya matriculados en lo ilícito se les abra el apetito homicida y comiencen a crear oficinas delictivas.
La falta de prontitud en la justicia ha logrado que el ciudadano pierda su valentía, porque teme que si osa en cruzar la barrera y penetrar en el lado oscuro a fin castigar al infractor, encontrándose solo y desprotegido, sin instrumento adecuado y a merced de un monstruo de mil cabezas que lo persigue, lo amedrenta, lo amenaza, lo ataca directa o indirectamente y si no lo atemoriza lo suficiente para que abandone su labor o su patria, lo convertirían en un trágico recuerdo. Cuál es el motivo para que la justicia no se empeñe en proteger a aquel ciudadano valiente y arriesgado que aún cree en el derecho y en la justicia, incluso que ha hecho uso de su profundo valor civil para la protección de las instituciones sin que se convierta en un nuevo mártir, en una cifra más del imparable aumento de la criminalidad.
No sé con firmeza a quién se le pueda atribuir el descalabro de la aplicación severa de justicia, al legislador, o al juez, lo cierto es que ya hemos completado más de tres décadas hablando periódicamente, si no constante de la justicia, y con más precisión de la crisis aterradora que la agobia. Ya podemos concluir que la ésta no opera, que es supremamente lenta, enclenque, débil y hasta se puede confirmar que es esquiva a la potencialidad del delito. La vemos tan deformada que parece significar cosa diferente y tal vez le atribuimos una acepción incompatible a la suya.
El próximo 20 de julio el país estrena nuevo parlamento y debe tener la responsabilidad de la reforma de una justicia severa, con procedimientos rudos, que no nos toque ver al infractor en la calle porque fue capturado de manera infraganti, que no veamos al culpable de un delito en libertad porque se vencieron los términos, que no nos toque ver al delincuente en la calle porque no es un perjuicio para la sociedad, como tampoco concederle el beneficio de pagar penas en su residencias. La justicia deber ser ciega y castigar sin estratos. Todos deber someterlos entre rejas y no darle parcialidades a los de corbata blanca que trasladan las comodidades de su casa, a la cárcel. Eso es crear estrato carcelario y no castigar con rudeza la falta de libertad. La justicia debe ser semejante a la muerte, no perdonar a nadie.
Otro flagelo que deben combatir con suprema inclemencia los nuevos legisladores, es la corrupción, empezando que se debe garantizar con transparencia las contrataciones estatales, que sin duda es otro azote que nos agobia y nos ultraja de tan manera que a veces pensamos que nos ha hecho más daños que los grupos subversivos.
La situación actual sigue siendo de la más alarmante gravedad y que ha llegado el momento en que la justicia adopte medidas supremas de las cuales penden la suerte de las instituciones y el porvenir de la República.
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