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Jue, Nov

Justicia sub iúdice

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Jose Lafaurie Rivera

Jose Lafaurie Rivera

Columnista Invitado

e-mail: jflafaurie@yahoo.com

Al margen de si una reforma estructural de la justicia deba hacerse a través de una Constituyente, lo cierto es que el país clama a gritos por ella, abrumado por los casos de corrupción en sus más altos niveles. Resulta entonces sorprendente, por decir lo menos, la posición negacionista del presidente de la Corte Suprema, rodeado de sus magistrados, afirmando que “El problema de la corrupción del país no es un problema de estructuración de la Rama Judicial, es de la sociedad colombiana y de las personas”.


Claro que es de las personas y de la sociedad, y podemos terminar, como siempre, en la educación; pero también es de las reglas de juego y las instituciones, que les permiten a esas personas carentes de moral encontrar los atajos de la corrupción. “Hay que buscar por esos lados a ver por dónde se encuentra el camino para salir de esa crisis”, concluye el alto magistrado, como queriendo decir: Por estos lados no busquen, que aquí no pasa nada.

Semejante declaración hace pensar que la justicia no está vendada solo para representar su neutralidad, sino porque no quiere ver, pero también parece sorda ante el clamor ciudadano. Su desbarajuste no es un problema abstracto, de pesos y contrapesos o de equilibrio de poderes sino que su carencia, su aberrante lentitud, la complejidad kafkiana de sus procedimientos y, lo más grave, su matrimonio con la política, además de ser el camino a la corrupción que hoy nos sorprende, afectan a diario al ciudadano, desde los vecinos acechados por pillos que entran y salen de las cárceles, o la madre escondida porque la justicia dejó libre al asesino de sus dos hijas, hasta los miles de personas privadas de la libertad en espera de un pronunciamiento judicial que no llega.

Musa Besaile, uno de los presuntos implicados en el último escándalo, tiene una causa insoluta con la justicia desde hace ¡once años! El país entero vive en un pendiente jurídico que es una bomba de tiempo para la democracia.

El caso de Luis Alfredo Ramos es sintomático de esa justicia que ha perdido credibilidad ante los colombianos. Él mismo, con fina ironía o con realismo, califica de “coincidencia” el que, hace ocho años, cuando aspiraba a la Gobernación de Antioquia, le haya aparecido un falso testigo en su contra. Cuatro años después, otros testigos, también falsos, lo llevaron a la cárcel por ¡más de tres años!, y cuatro años más tarde, cuando aspira a la precandidatura presidencial por el Centro Democrático, vuelve y juega.

Hoy, cuando la medida de aseguramiento le fue revocada por la actual Corte y espera sentencia absolutoria, dizque aparecen unos audios –el comunicado de la Fiscalía es ambiguo– que lo involucran en pagos a los magistrados Bustos y Pinilla; otra “coincidencia” que, como bien afirma su abogado, resulta ser un sinsentido, pues fue durante el ejercicio de estos dos magistrados que Luis Alfredo entró a la cárcel y allí se quedó. Es decir, en términos coloquiales, de haber sido cierto –algo que no está en las cuentas de quienes lo conocemos– esa plática se habría perdido.

Nuestra justicia está sub iúdice, pero el primer paso es que ella misma lo reconozca y abra caminos a su transformación estructural y a la recuperación de la altura moral perdida. Para escribir estas notas le pregunté a Google por frases célebres sobre la justicia –los viejos libros de citas hoy apenas adornan mi biblioteca– y encontré una sentencia del Talmud, que viene como anillo al dedo: “Desgraciada la generación cuyos jueces merecen ser juzgados”.