Si Proust hubiera escrito hoy su obra maestra, bien habría podido inspirarse en la historia colombiana, con sus vueltas de noria para llegar al mismo punto, como buscando el tiempo perdido sin encontrarlo.
En la primera mitad del siglo XX, cuando en verdad había alta concentración de tierras heredada de la colonia y la repartija de los vencedores en las guerras del siglo anterior, pero también una enorme disponibilidad de tierras sin dueño –baldíos– para distribuir, los gobiernos liberales levantaron la bandera de la tierra, que se plasmó en la Ley 200 de 1936, con la novedad de la “adecuada explotación” como condición de propiedad, pero también como mecha de invasiones y conflictos.
En medio de la discusión de los proyectos gubernamentales de reforma agraria, el racional de la Ley 26 de 1959, con ponencia de mi padre, por entonces Senador de la República, era que si se exigía la adecuada explotación era menester generar condiciones favorables, para lo cual se fortalecieron la Caja Agraria, el Banco Ganadero, los Fondos Ganaderos y el crédito agropecuario.
Vendría luego la Ley 135 de 1961, bajo las presiones de la Alianza para el Progreso y la lucha contra el comunismo, que institucionalizó la reforma agraria basada en la redistribución de la tierra y en un mejoramiento de las condiciones de producción que, una vez más, nunca se dio. El resultado fue una maquinaria de corrupción e ineficiencia que no disminuyó la pobreza y profundizó el minifundio improductivo.
Hoy, cuando la concentración de tierras bien habidas es más mito que realidad, y la de las mal habidas es la expresión de la incapacidad del Estado contra el delito, el artículo 101 del Proyecto de “Ordenamiento Social de la Propiedad y Tierras Rurales”, vuelve sobre “La Extinción del derecho de dominio agrario” por no explotación o aprovechamiento económico, salvo que existan circunstancias de fuerza mayor o caso fortuito que lo impidan, o bien, por violación de disposiciones ambientales.
Casi 80 años después no encontramos todavía el tiempo perdido, y si hoy prevalece una explotación inadecuada de la tierra no es por causas imputables a los propietarios, sino por la existencia de “circunstancias de fuerza mayor” derivadas de la carencia de condiciones para el desarrollo por la ausencia del Estado. El Gobierno, permeado por la visión fariana –bolivariana– del desarrollo, persiste en echarle la culpa de todo a la distribución de la tierra, cuando la pobreza y el atraso son hijas no reconocidas de un modelo de desarrollo que abandonó al campo y hoy pretende exigir explotación adecuada y aprovechamiento económico.
¡Por Dios!, pero si basta ver los noticieros para apreciar la miseria en Chocó, Cauca, La Guajira o Catatumbo; pero si la ONU y el Gobierno mismo casi no pueden llegar por trochas intransitables a las zonas de concentración, donde solo han existido durante décadas las Farc y el narcotráfico.
Con semejante responsabilidad, ¿cómo se atreve a anunciar sanciones y amenazar la legítima propiedad de la tierra con la extinción de dominio? ¿Con qué criterio sancionará la violación de obligaciones ambientales no definidas con claridad y cuya administración está a cargo de corporaciones politizadas? ¿Puede un derecho constitucional quedar al arbitrio de una instancia administrativa como la Agencia Nacional de Tierras y de un Procedimiento Único y sumario?
La propiedad privada y la libre empresa son fundamentos de la economía de mercado, y esta uno de los cimentos de la democracia liberal. Del otro lado están el control estatal de la propiedad y la economía centralizada que hoy se entronizan en Venezuela. ¿Para allá vamos?