Año a año llevamos la cuenta de la impunidad que cubre el asesinato de Álvaro Gómez Hurtado el 2 de noviembre de 1996.
Para mí, el verbo morir debería tener solo su forma reflexiva, porque la gente debe “morirse”, no que la maten. Para mí, el asesinato debería ser delito imprescriptible y de lesa humanidad por definición, porque toda vida segada por la violencia lesiona el concepto de humanidad.
Pero la necesidad del ser humano de clasificar todo para poder entenderlo, determinó unas condiciones para el delito de lesa humanidad, que se cumplen a cabalidad en el caso de Álvaro Gómez, como en el de Luis Carlos Galán y en otros que el país conoce, porque hicieron parte del ataque sistemático del narcotráfico, que en esa época aciaga de la historia nacional infiltró al régimen que debía combatirlo y pretendió doblegar por el terror a la sociedad colombiana.
Por el reconocimiento de ese escenario histórico incuestionable, por la condición misma de la persona de Álvaro Gómez, por su importancia en la historia del país en el siglo XX y por su proyección –no en vano fue uno de los padres de la Constitución del 91–, su magnicidio, como el de Guillermo Cano o el de Rodrigo Lara, no es un asunto que afrente solamente a la familia Gómez o al partido conservador; entenderlo así ha sido una mezquindad de la Fiscalía. Este es un asunto que afrenta al país y a sus instituciones democráticas, las que, por fuera del entorno hogareño de Margarita, de sus hijos y de su hermano Enrique, fueron el espacio vital de Álvaro Gómez, la razón de su existencia. A ellas entregó toda su vida y por ellas la perdió.
La perdió porque su talante de honestidad personal e intelectual lo colocó, indefectiblemente, en la oposición al régimen, entendido como ese sistema de vasos comunicantes, de puertas falsas y madrigueras donde se esconde la corrupción, la justicia se refunde, las instituciones se destruyen, y en donde las ideas y la dignidad son mercancía negociable.
Álvaro Gómez fue un gran pensador, doctrinario para muchos, sobre todo en estos tiempos, en que la defensa de las convicciones es mal vista porque se atraviesa a los intereses de ocasión de la política.
Álvaro Gómez fue un hombre culto y universal, escritor magnífico y conversador ameno, con esa particular gestualidad que quedó grabada en mis recuerdos de largas horas de tertulia. Su memoria no merece el olvido; su sacrificio no merece la impunidad.