El plebiscito se parece al revocatorio vecino, pero al contrario. El venezolano, el Gobierno está tan seguro de perderlo, que lo obstaculiza a toda costa.
El de Venezuela, la oposición busca ganarlo para restaurar la libertad y las instituciones democráticas, venciendo al Socialismo Bolivariano que las cercenó. En el nuestro, la oposición busca ganarlo para evitar que esa libertad que disfrutamos y esas instituciones, perfectibles pero vigentes, sean cercenadas por quienes no pudieron hacerlo por las armas y pretenden lograrlo instaurando el mismo Socialismo Bolivariano.
En Venezuela, la comunidad internacional apoya a la oposición en sus propósitos de restaurar la democracia venezolana. En Colombia, esa misma comunidad apoya al Gobierno en su claudicación disfrazada de paz y asiste gozosa al que puede ser el comienzo del fin de la democracia colombiana.
Los venezolanos, si los dejan, darán masivamente el voto realista que se desprende de la angustia y el hambre. Los colombianos –no todos–, si nadie lo impide –y nadie lo hará porque somos democracia– darán un voto emocional y manipulado por la propaganda oficial.
Votarán por la paz, bien supremo y derecho que no puede ser votado, como lo dejó claro la Corte Constitucional, a pesar de lo cual el Gobierno hizo “lo que se le dio la gana”, con una pregunta amañada por un acuerdo dizque para el fin del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera.
Da grima ver la propaganda de una ama de casa afirmando que con el SÍ se acabarán el narcotráfico y la minería ilegal, o a un campesino convencido de que, ahora sí, llegará el progreso al campo con el fin de la violencia, como si la violencia no hubiera surgido, más bien, porque los gobiernos no llevaron progreso y abandonaron al campo. Votarán de buena fe por el SÍ, “porque a la gente le gusta la paz”, como dijo el lúcido Romaña.