Escrito por:
María Padilla Berrío
Columna: Opinión
e-mail: majipabe@hotmail.com
Twitter: @MaJiPaBe
Estudió economía en la Universidad Nacional de Colombia y actualmente se encuentra terminando sus estudios de Derecho en la Universidad de Antioquia. Nacida en Riohacha, radicada en Medellín. Ha realizado varias investigaciones académicas con la Universidad Nacional y se ha desempeñado como ponente en diversos eventos académicos a nivel nacional e internacional. En la actualidad es dependiente judicial y dirige el cine club de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de Antioquia.
Rememorar las imágenes perturbadoras de un Palacio en llamas o un volcán sepultando un pueblo entero, es algo de lo que difícilmente podremos liberarnos los colombianos cada Noviembre. Y es que detrás de los desaparecidos del Palacio de Justicia y de las imágenes que paralizaron el mundo por cuenta de una niña que mantuvo a todos en ascuas, se esconde la historia de esas víctimas que, por ser unas de la naturaleza y otras de la estupidez humana, no se pueden mezclar, aunque el dolor se pueda confundir.
Nadie se explica, es cierto, eso tienen en común estos episodios. La fuerza salvaje y arrolladora de la naturaleza, por sí misma, es capaz de borrar, en cuestión de segundos y sin previo aviso, un pueblo entero, lo que es Armero ahora mismo, un lugar de referencia de una tragedia. ¿Y el Palacio de Justicia? Otro misterio, aunque no de la naturaleza sino de la insensatez humana. Y es relativamente más fácil comprender que los designios de la naturaleza son inevitables, ¿pero los humanos? ¿Son inevitables o inexcusables?
Y es que a estas alturas, con los desaparecidos de 28 años, el sentir popular sigue siendo: ¿Qué pasó con el Palacio de Justicia en 1985?... Y lo que aún no es claro es si realmente el narcotráfico planeó el siniestro porque le interesaba quemar los archivos que reposaban en su contra, o si realmente el M-19 simplemente quería ajustar las cuentas con el Presidente de turno. Por otro lado, el reclamo también se dirige a si el Ejército Nacional actuó en defensa de la patria y de sus Instituciones, o si el Gobierno no se dejó intimidar...
En fin, en medio de tanto caos e incertidumbre, las líneas gruesas que avalan, hasta hoy, la toma del Palacio de Justicia, siguen siendo toda una vergüenza nacional, todo un fracaso para la poca dignidad que aún le quedaba a este país. Es la historia del horror y el dolor de un país que se desangra y todavía no encuentra de dónde proviene esa sangre. Es la triste y vergonzosa historia de la toma del Palacio de Justicia, la cara de la infamia, la impunidad del cinismo.
Pero el problema es quizás más profundo y las heridas incurables. En un país con tanta sangre de por medio es difícil lograr la reconciliación nacional sin antes pasar por un proceso de perdón, pero jamás de olvido. Tal vez sea fácil decirlo, yo sé que la práctica es mucho más compleja, pero por lo menos debemos empezar por plantearlo, algo que nadie se atreve a pronunciar y que, en vez de ello, sigue acumulando odios y venganzas.
A los colombianos no nos va a matar la ilegalidad, ni el terrorismo, ni la violencia, a los colombianos nos está matando la intolerancia, la intransigencia, la incapacidad de perdonar y de no tener memoria. Después del Palacio de Justicia hemos asistido a masacres, actos terroristas, al auge de grupos al margen de la ley y, lo peor de todo, al abandono estatal que sigue siendo una realidad innegable. Es más, en la actualidad las cosas han cambiado tímidamente, pues, 28 años después no hemos podido cerrar del todo esa herida que abrió la desfachatez humana y que, traduciéndola a otros espacios, sigue vigente en los diálogos con las FARC que se adelantan ahora mismo en la Habana.
Nuestra sanguinaria historia carga con sinfín de actos violentos, es más, esculcar un libro de historia patria nacional es casi como leer historias tipo ladrones y policías, con el toque mágico de las realidades insólitas que caracterizan a aquél pueblo picaresco llamado Macondo y, peor aún, el dolor de patria que causa ver cómo la memoria borrosa que caracteriza al pueblo colombiano no permite saldar cuentas con la historia. A 28 años de aquél Noviembre trágico, el llamado es a no repetir la historia, pues, no debemos escatimar esfuerzos a la hora de ahorrarnos todo el sufrimiento y toda la sangre que se pueda.