Mientras usted lee estas palabras, un reputado grupo de científicos en Estados Unidos utiliza un sencillo juego de rellenar palabras faltantes en una frase para entrenar a una supercomputadora del tamaño de un edificio con la intención de que aprenda por sí misma el funcionamiento del lenguaje humano, un propósito tan poético como preocupante.
Y es que, tras millones y millones de repeticiones de aquel pasatiempo gramatical, esta maravilla tecnológica ha desarrollado la asombrosa habilidad de redactar, en cuestión de segundos y con toda la información del ciberespacio disponible como recurso de consulta, ensayos complejos que dan respuesta hasta a las peticiones más enrevesadas que le elevan sus creadores. Oficialmente, se ha iniciado el proceso de extinción de los escritores.
Mucho se ha teorizado en los últimos años sobre los distintos dilemas que surgirán una vez que la inteligencia artificial alcance la cumbre de su pulimento, pero pocos se han preguntado por lo que realmente importa: si unas cuantas líneas de código son capaces de escribir una novela infinitamente más rápido (entiéndase, en minutos) de lo que puede hacerlo un escritor carnal, ¿para qué vamos a necesitar a estos últimos? Sinceramente, para nada. Nos convertiremos en objetos obsoletos y nuestros textos no serán más que memorias vintage de una época analógica, melancólica e ineficiente.
En 2016, la novela El Día que un Computador Escriba una Novela, escrita por un programa de inteligencia artificial, casi gana el prestigioso galardón Nikkei Hoshi Shinichi de Japón, mientras en 2017 salió al mercado 1 the Road, un texto experimental escrito por otro software tras un viaje por carretera, con cámaras y micrófonos integrados, entre Nueva York y Nueva Orleans. Ambos son ejemplos palpables de que la literatura humana y la sintética están en rumbo de colisión y que su colapso es inminente, encontrándose tal vez en menos de una década.
Solo entonces sabremos si las editoriales podrán resistir la atractiva reducción de costos y aumento de la producción que traerán consigo las máquinas, si los lectores estarán receptivos a leer historias engendradas por el lenguaje de la programación sin encontrarlas frías e impersonales, si la imperfección humana puede competir en igualdad de condiciones con la prolijidad de estos textos autómatas en premios literarios y si los escritores podrán reinventarse para que su especie no sucumba bajo este nuevo depredador digital.
Aun así, soy de esos románticos irremediables que piensa que a la inspiración todavía le queda algo de aquella esencia divina de la que tanto hablaban los griegos y que en un momento de iluminación del espíritu, en la que el escritor se eleva por encima de su propia falible mortalidad, de sus manos fluyen letras en un determinado orden, el cual, como si de la combinación de una caja fuerte se tratara, le abre las puertas a la inmortalidad literaria. Por ello, me gusta pensar con ingenuidad, y una pizca de la prepotencia clásica de los terrícolas que invita a sentirnos únicos y especiales, que la creatividad es un componente metafísico tan reservado para el alma humana que no es posible reducirla a algoritmos.