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Lun, Sep

Londres: el precio de la improvisación

Editorial
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Aunque el espectáculo que presenta hoy la política británica sea desastroso, los regímenes parlamentarios, y el británico que lo es por excelencia, tienen la ventaja de que se pueden corregir a tiempo, y de raíz, las improvisaciones y desaciertos de los novatos en el arte de gobernar.

Lo anterior quiere decir que si un nuevo gobernante se equivoca en sus propuestas políticas y sus decisiones afectan severamente la vida del país, no puede seguir en el oficio y se tiene que ir de una vez. Así deja el camino abierto para que venga otro que lo haga de manera adecuada, o por lo menos aceptable. Entonces el precio de las equivocaciones lo paga quien las haya cometido, en lugar de que lo tenga que pagar todo un país.

Ocurre allí algo muy distinto y menos traumático de lo que sucede en regímenes presidenciales donde, después de intensa competencia de caudillos, alguien termina escogido para que gobierne a su acomodo por un período fijo, pase lo que pase. Periodo durante el cual, si no está familiarizado con el ejercicio del gobierno, o no tiene mayoría suficiente en el legislativo, termina por negociar apoyos que producen decisiones colmadas de remiendos, según el precio político de cada transacción.

Theresa May, escogida dentro de las filas conservadoras conforme a la tradición de que cada partido se las arregla dentro de su período para ejercer el mandato popular, quedó a cargo de la sorpresiva salida de la Unión Europea. Entonces hizo lo mejor que pudo hasta ceder el liderazgo ante el ímpetu de un personaje carismático y extravagante que se ha creído el Churchill del Siglo XXI, aunque le falten prácticamente todas las condiciones del original, pero cuyo atractivo condujo a una incuestionable victoria conservadora que le renovó el mandato al partido hasta 2023.

El espectáculo tragicómico del gobierno Johnson, y los motivos vergonzosos que lo obligaron a renunciar, han sido parte del drama de la decadencia de la clase política, típica de nuestra época. Pero las cosas no se detuvieron ni mucho menos con su salida, pues el intento por continuar con el mandato popular que el partido recibió en 2018 ha significado una de las catástrofes más inverosímiles de la vida pública británica, acompañada por la coincidencia del fallecimiento de una reina legendaria que de alguna manera dejó huérfano al país.

La acción administrativa de Liz quedó interrumpida a los dos días por la muerte de la reina. Pero al salir del duelo oficial el gobierno anunció cambios fiscales, para los que Truss y su amigo el ministro de hacienda obraron según su intuición y su ingenio y no acompañaron el análisis de la Oficina de Responsabilidad Presupuestaria ni tuvieron en cuenta al banco central. En cuestión de horas “se asustaron los mercados”, cayó la libra esterlina, aumentó el costo de los préstamos del estado y las tasas de interés hipotecarias subieron súbitamente.

Sin que la primera ministra dejara de insistir en que su fórmula era correcta, cambió al ministro para poner otro que echar para atrás sus propias medidas y que tranquilamente llegó a hacer lo que le parecía, ante un parlamento atónito de ver la falta de coordinación dentro del gobierno, mientras ella guardaba silencio. Ante una moción para explicar las razones de cambio de ministro, Truss dejó primero el podio a una diputada de su partido y luego en lánguida conferencia de prensa no pudo convencer a nadie. Encima de todo, su ministra del interior se tuvo que ir por violar el código ministerial de manejo de documentos, y muchos diputados conservadores se sintieron obligados de la peor manera a votar en favor del fracking, para ganar alguna votación, contra lo que había sido política del partido.

En el sistema parlamentario se espera que los relevos en el gobierno sean de proyectos políticos o al menos de equipos, no solamente de personas. Así que, de antemano, o bien existe un “gabinete en la sombra” que ejerce oposición debidamente enterado de lo que se haga en cada ministerio y mantiene al día propuestas alternativas para cada cosa, o al interior de los partidos hay grupos de especialistas, conocidos, no improvisados, que eventualmente se pueden ocupar de uno u otro aspecto del gobierno con solvencia y conocimiento.

Lo anterior significa que, con elecciones generales, el partido hasta ahora de oposición entraría de una vez a gobernar con un equipo al tanto de los procesos que debe atender el gobierno y con propuestas listas para poner en práctica, no al ritmo de lo que le suene al oído a uno u otro improvisado ministro que se envanezca al llegar al gabinete, sino conforme a un proyecto de partido.

Entretanto, no cabe duda de que, tal como puede suceder en otras partes del mundo, el Reino Unido está pagando el precio de la improvisación y viendo otra vez el espectáculo de la precariedad de la clase política. Sólo que allí, en virtud del sistema, tienen cómo corregir las cosas a tiempo.