Con ocasión de la más reciente sesión de un club de lectura especializado en novelas sobre la ciudad de Nueva York, me vi en la necesidad de rastrear por toda la ciudad algún ejemplar superviviente de “Ragtime”, un libro escrito por E. L. Doctorow que seguramente a casi nadie le suena en Colombia, pero que en Estados Unidos es toda una institución, uno de esos clásicos instantáneos que solo se escribe cada tantas décadas.
Como en su momento lo haría Fernando Soto Aparicio con “La Rebelión de las Ratas”, Doctorow consigue atrapar el espíritu de la clase media trabajadora, ya no del Timbalí boyacense sino de una gigantesca metrópolis en frenética construcción bajo la sombra del racismo institucional de principios del Siglo XX.
Lo que parecía una labor sencilla que podría solventar con algunos clics de mi ratón rápidamente devino en un laberinto de callejones sin salida donde todos sus ejemplares en español, impresos en 2009 por la ya extinta editorial Roca, parecían haberse atomizado al mismo tiempo en una suerte de sublimación literaria sincronizada. Dispuesto a no ceder a la tentación oportunista de varios capitalistas salvajes que ofrecían algunas últimas copias por sumas exorbitantes en portales de segunda mano, hice acopio de cuanto valor encontré para sentarme a hablar con mis ganas, reconocerles que les había fallado y resignarnos juntos a no poder leer aquella fabulosa historia donde personajes tan improbables como Harry Houdini, Henry Ford, J. P. Morgan o Sigmund Freud se entremezclaban para protagonizar este Forrest Gump literario.
Entonces recordé que poco antes de que estallara esta era de virus mutantes había tenido la buena suerte de sacarme el carné de la Red de Bibliotecas Públicas de Madrid. Y, aunque hasta entonces solo lo había usado para trazar un par de líneas rectas, tal vez su redención había llegado. Entré al catálogo virtual, tecleé las referencias y ¡Boom! allí estaban, 14 ejemplares repartidos por toda la ciudad listos para ser prestados. Descubriendo, con sorpresa y algo de vergüenza, que uno de ellos dormitaba el sueño de los justos a escasas cuadras de mi oficina, en una calle que había transitado varias veces, pasando siempre por alto el letrero de “Biblioteca Pública” que colgaba de una inesperada puerta que, en mi defensa diré, más parecía la entrada a un establecimiento de películas piratas de la Carrera Séptima que a un centro municipal de cultura.
Finalmente, conseguí leer “Ragtime” a tiempo y compartir la impotencia de Coalhouse Walker ante las impunes injusticias del hombre blanco, pero lo más valioso de esta experiencia fue, sin lugar a dudas, el encontrar una excusa para reencontrarme con la biblioteca pública, un espacio vital en la anatomía de cualquiera ciudad y al que solemos llegar de pequeños, por lo general gracias a la casualidad o las obligaciones ministeriales de nuestros colegios, pero al que rápidamente tiramos al olvido, algunas veces, incluso, para siempre. Ellas son las guardianas silenciosas del legado editorial de nuestra civilización y portadoras de una paciencia infinita que aguarda por nosotros. Hasta más de 20 años, como en mi caso.