“No está en internet, tienen que ir a fotocopiarla a la Corte”, dijo mi profesor de obligaciones con su bamboleo corporal de los lunes. “Vale la pena, créanme, es un viaje que todo abogado debe hacer al menos una vez en la vida” y sonrió socarronamente.
Una hora después y tres cuadras más allá, todos mis compañeros estaban en el segundo piso de la Corte Suprema manoseando la mezcla sólida de polvo, tiempo y papel que integran los tomos inmortales de la Gaceta Judicial que allí se custodian.
Como arqueólogos legales, celebramos con alboroto el hallazgo del tesoro que vinimos a buscar: una sentencia de la “Corte de Oro” de 1930 que excluyó a la fluctuación cambiaria como supuesto de fuerza mayor.
La concreción de ese escueto documento, seis páginas a doble columna, que casi 100 años después se sigue estudiando y citando como precedente, contrasta con la insoportable extensión judicial que desde hace un par de décadas es tendencia en la literatura producida por nuestros máximos órganos de justicia. Hoy en día no es extraño encontrar fallos que, persiguiendo una inentendible necesidad de abarcamiento, hacen metástasis legal y terminan convertidos en disertaciones mórbidas de hasta 600 páginas o más.
Este absurdo movimiento pretende reforzar la idea anquilosada de que el Derecho debe ser una disciplina de magos, solo entendible y escrutable por unos cuantos, elegidos, mientras las doctrinas legales que constituyen los cimientos de nuestra Ley naufragan en las oscuras profundidades de sus océanos de papel.
Solo hace falta mirar hacia otras jurisdicciones para reconocer que algo estamos haciendo mal, pues sus decisiones más trascendentales son sustancialmente más breves y directas que las nuestras. La ilegalidad del referendo independentista de Cataluña, por ejemplo, fue resuelta por el Tribunal Supremo español en 28 páginas (STC 114/2017), mientras que la Corte Suprema de los Estados Unidos combatió las tóxicas políticas migratorias de Trump en 14 (Trump v. NY), respaldó al New York Times en su histórica pugna por la publicación de los Papeles del Pentágono en 24 (New York Times v. US) y le dio la presidencia a George Bush en 33 (Bush v. Gore). Números que vuelven injustificables las 672 páginas que despenalizaron el aborto en Colombia (C-355/06), las 431 que dieron luz verde al plebiscito por la paz (C-379/16) o las 341 que bendijeron el Marco Jurídico para la Paz (C-579/13).
Nadie pone en duda la encomiable labor de nuestros órganos de cierre, pero ingenuo sería creer que todas y cada una de las palabras tipeadas en sus sentencias kilométricas son fuentes inagotables de sabiduría que se verían irremediablemente profanadas si se dijera lo mismo en menos páginas. Por ello hay que eliminar todas las intervenciones anecdóticas de terceros cuya opinión no crea Derecho y centrarnos en los debates jurídicos importantes con magistrados que quieran decidir y no enzarzarse en galimatías irrelevantes.
Solo así podremos hacer que el Derecho vuelva a sus orígenes prácticos, a aquella época en que la justicia era comprensible para la gente del común y los magos jurídicos aun no existían.