“No dejes que te atrape la noche sin que hayan agonizado tus antipatías”.
Cuidado con las simientes de hostilidad sembradas, que nos ciegan y nos dejan sin poesía, o sea, sin ánimo en definitiva. Por supuesto, un ser humano sin latidos es un ser vacío, muerto, incapaz de amar a nadie, ni tampoco de amarse a sí mismo. Pensemos que la fuente del camino de la vida no son los andares, sino el corazón.
Ya en su tiempo lo advirtió el inolvidable filósofo y escritor francés, Jean Paul Sartre (1905-1980), con la célebre frase de que “basta con que un hombre odie a otro para que el odio vaya corriendo hasta la humanidad entera”; y, ciertamente así es, el desprecio no puede sacarnos del aborrecimiento. Únicamente el amor, conjugado como verbo para todos los tiempos, edades y lenguajes, puede hacerlo.
A propósito, confieso mi debilidad, por aquellos amantes que se restituyen recíprocamente de las caídas y apuestan por las levantadas, que hablan de futuro antes que de pasado, que no se condenan nunca y se injertan oportunidades para crecer mutuamente, que jamás se prohíben nada, sino que viven conciliados y reconciliados perennemente. No dejes, por consiguiente, que te atrape la noche sin que hayan agonizado tus antipatías.
En efecto, las barbaries no conducen a buen puerto, máxime en una tierra definida más por la competencia de sus moradores que por la cooperación entre sí. Lo que abunda es la enemistad, la estupidez del rencor, la irresponsabilidad manifiesta que nos impide luchar unidos por una cultura más sensible que nos hermane y nos conciencie a renunciar a la adquisición de armas, pues lo importante es el diálogo, los modos y maneras de entenderse.
Por desgracia para todos, la situación es la que es, y son muchas vidas humanas las que viven en contextos de contiendas permanentes, expuestas a la crueldad del sufrimiento y al dolor que causa la esclavitud y la explotación, los secuestros y extorsiones, el crimen organizado, la defunción en savia. Por si esta desolación fuese poca, ahí está la amenaza del uso del arma nuclear, con una mayor cantidad de material en circulación, cuando lo que hay que hacer es tender puentes, escucharnos más unos a otros y además sin ira; que una rabia prolongada engendra siempre repugnancia.
Considérese que las posibles consecuencias de una guerra nuclear serían globales y afectaría a toda la faz del planeta. Por otra parte, el mundo se acrecienta, ya no solo de ofertas deshumanizantes, también de planes destructivos que suelen elaborar grupos gubernativos o dominios monetarios. Sea como fuere, no es de recibo permanecer pasivos ante esta bochornosa realidad. Ni el miedo puede impedirnos la acción, ni tampoco podemos quedar apresados en el conflicto.
Necesitamos levantar cabeza sin resentimiento, despojarnos de adoctrinamientos que nos instan a batallar, practicar otro tipo de gestos más humanitarios; y, sobre todo y a pesar de todo, cultivar el espíritu del amor y de la clemencia. Hemos de atrevernos a poner orden a nuestro lado, a mostrar otros abecedarios que este orbe no practica, y si lo hace es más de boquilla que de hechos, pues ponerse a trabajar por la justicia social y el bien común, requiere de nosotros otra disposición, otro servicio más desinteresado, otra entrega más auténtica. Pongamos imaginación, que la fobia no es más que carencia de utopía.
Sin duda, no es bueno caminar solos, hay que sentirse cooperantes, haciendo hogar, creando vínculos, no para abrazar el éxito, sino para humanizarnos. En cualquier caso, por muy tristes que sean los escenarios, y mucha gente emigre, no para tener una vida mejor, sino para poder sobrevivir, nos queda la fortaleza del encuentro entre personas y entre culturas, la posición de echar raíces y expandir ramas para perseverar en el camino de los sueños, que es lo que hace que la vida al menos nos merezca para vivirla y desearla. Despojémonos, por tanto, de esa abominable hostilidad de caminantes.