“Fai-un-cu-tu-qu’es-ca-ra-ba-ya’l-pe-lle-yu” pronuncia lentamente mi novia, desmenuzando en sílabas, cuales delgadas hilachas sonoras, aquella curiosa y enrevesada expresión, mientras modula la voz para que su entonación alcance los picos y valles correctos que el asturiano pulcro e intachable de Pelayo demanda.
Tal vez la que más se asemeja al español sea la suya, el asturiano, un dialecto que gozó de su mayor esplendor en el antiguo Reino de Asturias (obviamente), Castilla y León y algunas zonas de Portugal. Su sonoridad es divertida, especialmente por la curiosa regla de terminar una gran cantidad de palabras en u, lo que le dota de un inesperado toque de ternura, como de niño que hace pucheros. Aunque su uso se estima reducido a unos modestos 100.000 hablantes, son muchas las voces que durante cada nueva jornada electoral se posicionan a favor y en contra de oficializarlo.
Si bien no ha habido mayores avances en esta disputa, la calle lo palpita y por eso es común ver los avisos de tránsito garabateados anónimamente para que se lea Xixón en lugar de Gijón y Uviéu en lugar de Oviedo.
Otro con una personalidad propia es el euskera, la joya de la corona del País Vasco. Un idioma aglutinante de 700.000 hablantes tan particular como los vascos mismos y en el que la k y la z tiene un inusitado protagonismo. Rocoso, críptico y áspero para la garganta, el euskera es todo menos una lengua fácil de asimilar y frente al cual cualquier desprevenido transeúnte que erre por las calles de Bilbao perderá su tiempo (como yo) tratando de adivinar el significado de las palabras que leerá en avisos y pancartas.
Eso sin mencionar que, por algún extraño capricho cósmico, cualquier texto en español aumenta considerable su longitud cuando es traducido al euskera, y así uno termina diciendo “eskerrik asko” para dar unas sencillas “gracias”.
Y, finalmente, tenemos al catalán. Un idioma que ha mutado a una cuestión de orgullo patrio para más de 10 millones de hablantes en Cataluña y Andorra. Una especie de latín actualizado en el que a varias palabras parece que les hubiesen robado la última sílaba y donde la t le ganó el pulso a la d para terminar otras cuantas. Permeado por una fuerte carga política, el catalán reina sin rival (y sin piedad con el turista) por las calles de Barcelona y logra generar, por segundos, la ficticia sensación de que estás en otro país.
Una ilusión que se disipa rápidamente cuando interactúas con cualquier nativo y descubres, con sorpresa, que hablan uno de los castellanos más claros y con mejor dicción que escucharás en esta Torre de Babel que es España.