No, la hija no, soy la bisnieta. Cuatro generaciones hemos trabajado en este lugar” dijo Gema Moya sacudiéndose de encima mi impertinente pregunta. Aquella menuda mujer de rizos blancos, lunetas redondas y saco azul rey de cuello tortuga es la última descendiente del linaje familiar que estará tras el mostrador de la librería más antigua de Madrid.
Tras trabajar de dependiente en numerosas librerías, un joven y emprendedor Nicolás Moya decidiría iniciar la suya propia en ese punto neurálgico del centro de Madrid. Sin saberlo entonces, aquel local, largo como un cigarrillo a medio fumar, se convertiría en un faro académico para estudiantes y profesores que verían en su particular revoltijo de literatura médica, veterinaria, agraria y náutica, un refugio perfecto para sus ávidas curiosidades.
Hoy sus estanterías ya no brillan con las novedades bibliográficas traídas de Estados Unidos que allí mismo traducían e imprimían, sino que el lugar ha sido asaltado por volúmenes de portadas decoloradas y páginas amarilladas a golpes de calendario que esconden conocimiento de otra época sobre fabricación del queso o complicaciones en los partos equinos.
Le pido permiso a Gema para transgredir la intimidad de aquel santuario, y le propongo que me deje entrar en la trastienda para comprobar por mí mismo la leyenda que se cuenta. Consiente de la misma forma que lo ha hecho con decenas de periodistas de todo el mundo que han llegado a cubrir aquel velorio cultural, y me muestra lo que en antaño fue la mítica sala de tertulias de Santiago Ramón y Cajal. Allí, en un reducido espacio que hoy solo alberga carpetas de folios añejos, el famoso médico comenzaría a descifrar los misterios del sistema nervioso entre acaloradas discusiones con sus colegas, una obstinación que años después le valdría el Premio Nobel de Medicina.
Aunque más de un siglo nos separa de ese momento, aún es posible percibir, aunque solo por segundos, la mística de ese tiempo en que ciencia y magia eran prácticamente la misma cosa.
Mirando los anaqueles vacíos que no se volverán a llenar, como una sonrisa cuyos dientes se han ido cayendo, Gema se queja de todos aquellos factores que llevaron a esta debacle (Las facilidades de Internet, la pereza de los estudiantes, el olvido de la gente, la desidia del gobierno, etc) e insiste en que hay que estar loco o ser muy valiente para abrir una librería por estos días. Su rabia es entendible, pues con la inminente clausura su bisabuelo vuelve a morir y esta vez para siempre.