De alguna forma, sabía que ese día llegaría. Era una suerte de extraña certeza que silenciosamente albergué en mí y germinó a mis espaldas, alimentándose de fragmentos esporádicos de vivencias que en su momento parecieron lejanas, aisladas e inconexas, pero que ahora, vistas en perspectiva, son las piezas fortuitas de un gran rompecabezas que esa tarde terminaría de armar.
De pie, sin hacer ruido, pensando en lo que piensa la gente cuando espera y enfundado en mi traje con la corbata favorita de mi novia (más la falsa seguridad que esa prenda nos proporciona a los abogados), apareció esa señora. “No me provoque, que hoy traigo ganas de repartir hostias” dijo clavando sus ojos en mí con su cabello desordenado a medio camino entre la senilidad y la indigencia.
Me tomaría unos segundos entender que hablaba conmigo y seguramente fue dicha incredulidad en mi mirada lo que le indignó aún más. “Ah, ¿no me cree? Ya he golpeado a otros como usted porque no se saben comportar cuando llegan a España. ¡Si no, mire!”.
Alzó su puño ante mí, a pocos centímetros de mi nariz, tan cerca que pude oler la mezcolanza de calle y suciedad que emanaba de ella, y vi las cicatrices lineales de combates pasados que surcaban su piel, entonces imaginé la sangre de otros como yo (¿colombianos?, ¿bumangueses?, ¿latinos?) acumulada en sus nudillos. Ahí la sentí, tan palpable y vívida, la humillación de la violencia racista sometiéndome ante la complicidad indolente de los demás clientes. Ya no importaba quién era yo ni los sacrificios que había hecho para estar allí, porque todo se reducía a un tema binario de pertenecer o no, de ser español o ser “panchito”, de “ellos” y “nosotros”.
“Porque ustedes solo vienen a eso, a robar” remató, y por una milésima de segundo dejé que mi mente fantaseara montada en una ola de rabia bullida que brotaba de los rincones sin luz de mi corazón. Quise abalanzarme sobre ella y molerla a golpes en el nombre de Latinoamérica (algo que incluso a mí me sorprendió), pero inmediatamente comprendí que de hacerlo ella ganaría.
Los titulares de la anciana apaleada al día siguiente serían el combustible preciso para tanto odio, y yo les habría fallado a mis padres, a mi hermana, a mis maestros, a los “míos”. Optar por una muda dignidad era entonces la única jugada posible en aquella tensa partida de ajedrez, solo así aseguraría mi victoria.
“¡Gonzalo!” gritó la chica de KFC sacándome de mi trance. Miré una última vez a mi extraña agresora, esbocé algo que bien podría tomarse por una sonrisa y me fui con mi cajita de pollo frito.