Me emocionan las gentes valientes y valerosas, con entusiasmo, esos individuos que lo donan todo, incluso sus propias vidas por llevar ayuda humanitaria, que se arriesgan por trasladar un poco de esperanza a tanta desesperación que nos acorrala, y que a pesar de la multitud de peligros que les acechan, no cesan en su empeño de socorrer. ¡Qué misión más bella la de salvar vidas! Su heroicidad lo es en todos los sentidos y maneras, pues son francamente ángeles de la concordia, protectores de la paz, difusores reales de los derechos humanos en definitiva. La realidad no se puede omitir. Nada es de color de rosa. El clima de violencia es tan fuerte que millones de personas han de huir de sus hogares y partir hacia futuros inciertos. Al sufrimiento y la injusticia hay que sumarle el hecho de que estos animosos activistas humanitarios, suelen ser también víctimas de multitud de ataques deplorables, lo que dificulta el auxilio muchas veces.
En consecuencia, hoy más que nunca necesitamos entusiasmarnos para detener tanta pesadumbre vertida, tanto dolor sembrado, tantas penurias mundializadas. Con frecuencia, nos sentimos abrumados por imágenes crueles que nos instan a una más eficiente justicia. Quizás tengamos que priorizar las causas que provocan esta inmoralidad ascendente para poder reaccionar antes de que se produzcan las tragedias. Está bien que la comunidad internacional de Naciones Unidas confíe en la Organización para coordinar las operaciones de asistencia frente a los desastres, naturales o provocados por el ser humano, sobre todo en las zonas donde la capacidad de las autoridades locales no es suficiente para hacer frente a la situación, pero es importante, asimismo, otro estilo más provisorio, que se adelante a los acontecimientos, basado en la primacía del derecho y de la dignidad de todo ciudadano.
Por eso, hace falta una ciudadanía concienciada en el respeto, injertada con las saludables alas del entusiasmo. No le cortemos el vuelo a este gentío. Hay que tender siempre hacia la altura de lo armónico. No es bueno que la indiferencia nos gobierne. Cuando a un trabajador humanitario se le impide entregar ayuda, las personas necesitadas son las que más sufren. No olvidemos que todos estamos llamados a esperanzarnos por vivir, y el objetivo de cualquiera de nosotros, es mitigar la angustia de nuestro semejante y preservar su decencia. Por tanto, todos somos responsables, ciertamente unos en mayor medida que otros, de que las relaciones humanas no sean llevadas a buen término. En el mundo hay todavía muchas almas, especialmente niños, que aún soportan una pobreza endémica, mientras que los recursos naturales son objeto de derroche, por parte de ese sector de humanidad privilegiada. Son estas cuestiones, precisamente, con las que hay que conmoverse y poner metas para que dejen de producirse.
Sea como fuere, hay una falta de consideración por las leyes humanitarias y por estas concurrencias de corazón, que merece otra expresión más conciliadora; de ahí, lo trascendente que es trabajar con diligencia para poner en marcha una serie de diálogos, que pongan definitivamente fin a este aluvión de conflictos mundiales que están provocando un verdadero caos humanitario. Tal vez sean los albores de la III Guerra Mundial. Al presente, prolifera mucha doctrina ideológica, dispuesta a servirse de los problemas sociales, para avivar el desprecio por el análogo y el odio por doquier. Ojalá, estas gentes con apasionamiento, que han hecho de su vida una entrega incondicional, prosigan en esa línea constructora de alentar espíritus reconciliadores, con la búsqueda de soluciones negociadas en favor de la adhesión. Al fin y al cabo, lo que verdaderamente nos hace felices es algo por lo cual entusiasmarnos. Que nadie renuncie a la pasión de ser humanos. Destruirse como humanidad, aparte de ser una actitud mezquina, es un talante sin talento alguno. Señal de que no hemos avanzado apenas. No lo quiero ni pensar.