Equilibristas. Eso son los que asumen el papel de líderes entre los líderes. Y para esto es irrelevante detenerse en si el individuo en cuestión es un líder positivo o uno negativo, o uno, como la gran mayoría, ubicado entre ambos extremos axiológicos.
El truco está desvelado en estos casos: la persuasión no funciona, tampoco la disuasión. Un líder de líderes, un jefe de jefes, un presidente de una nación, un general de la vida civil, tiene por fuerza que ofrecer a sus capitanes una fracción del poder que, previamente, entre todos –se supone-, han conseguido. Solo así logra dominarlos. Por un tiempo, al menos.
Un presidente es un gran equilibrista que se las ha arreglado para inventarse, sobre todo a través de los matices de su previsible personalidad caleidoscópica, una propuesta electoral en la que caben varios, muchos de los suyos, incluso aquellos que son enemigos entre sí, para poder obtener los votos de la victoria (de una u otra manera, eso da igual). Se trata de alguien que sabe lo que necesitan todos los que lo ayudan a llegar a la cumbre; a esos, él los cuida, les da lo suyo, lo que se ganaron en el momento en que los necesitó y allí estuvieron.
No más, no menos. (Hay un particular sentido del honor entre los políticos de grandes ligas: tienden a ser leales entre ellos a su manera, y tal es así, me parece, porque se conocen mutuamente y saben de lo que son capaces, unos y otros. Por eso, cumplen. Por eso, no firman papeles y la palabra empeñada entre ellos –así sea para desangrar al presupuesto público- suele valer mucho. Fascinante).
De cualquier manera, y más allá de toda otra consideración acerca de sus talentos colectivistas, no es menos cierto que un presidente es alguien que no puede tener miedo de estar solo (solo de verdad), pues deberá tomar las últimas decisiones sobre lo divino y lo humano de lo que es responsable, y, eventualmente, asumir sus consecuencias, siempre en soledad, ya sean estas últimas buenas o malas. Claro, si son buenas, no hay problema: entonces el presidente estará ahí para dar la cara, sonreír y agitar las manos: es el novio que sabe cómo enamorar a su chica.
La cosa se pone difícil cuando hay que apostar por una u otra opción política, con observación de todos los elementos de determinada situación, y, rápidamente, decantar lo importante, prever los posibles efectos –mediatos, inmediatos-, aceptar internamente que no hay decisión perfecta (en general, y para sus propios intereses), y, más allá de todo, saber transmitir firme optimismo a los demás, a sus subalternos, a sus partidarios, a los indiferentes, y hasta a sus enemigos (por obvias razones).
Lo que tienen los presidentes es una condición mental muy útil para actuar: la convicción íntima de que nadie, nadie, puede hacer lo que hacen mejor que ellos. Y de que, si eso llegare a pasar, sería por puro accidente. No se les hace caso a los accidentes. Esta es la voluntad de poder de la que hablaba Nietzsche: el hambre de ser mejor, más grande, más rápido, más alto, más, más, más…