04
Mié, Dic

Año del Señor

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Henos aquí de nuevo, pedaleando otra vez para que el año arranque. Aunque, en el caso de algunos, hace rato que arrancó.
El año del Señor de 2018 es un año electoral en Colombia, como es de sobra conocido. Creo, sin embargo, que de lo que no se tiene plena conciencia es de las consecuencias futuras de que tal lo sea. Me refiero a que, si bien estamos más o menos enterados de que durante los próximos meses vendrán las campañas electorales, los debates mediáticos, las encuestas, las opiniones de los expertos, la publicidad política pagada con plata obtenida de la corrupción las más de las veces, en realidad, muy al fondo de todo, no se hace nada de eso para que se dé la elección popular de ninguna idea de sociedad en particular; sabemos que el escenario está montado cuidadosamente para que sean unos grupos de personas los que sustituyan a otros después de la rebatiña por el poder y el presupuesto público, o ya para que los que están ahora no se dejen sustituir.

Es, hasta cierto punto, un juego en el que las reglas están claras desde el primer momento y todo el mundo lo sabe, aunque haya quienes finjan no ver ni oír, o exista a quienes no les importe que sea así. Es, entonces, de alguna retorcida manera, un juego justo. Se trata, desde luego, de una muy especial forma de concebir a la justicia: esta es una justicia que parte de la inmodificable realidad, no de los ideales de equidad, equilibrio o igualdad. La realidad dicta que Colombia es un país mayoritariamente mestizo racial y culturalmente, cuya historia determina todo lo que en él pasa, y que, en consecuencia, vive aferrado a su pasado (a diferencia de países en los que, si bien se estudia la historia propia, no se está atado a ella). Cosa que resulta, cuando menos, curiosa, pues, hasta donde he podido comprobar por mí mismo, no es este un pueblo que estudie mucho que digamos sus antecedentes; en su lugar, simplemente los padece resignadamente como algo natural. 

La realidad colombiana, esa que viene de su impune pasado de abusos, sugiere que la actualidad no se puede cambiar para bien. Basándose en hechos palpables para quienes aquí hemos nacido y vivido, tal vez sea posible afirmar que no es ninguna mentira lo que el presidente Santos dijo hace algunos días y por lo cual casi lo linchan: en este país el pesimismo se impone. Y lo hace en el ánimo de las personas: nada más las noticias malas tienen resonancia, como si fuera verdad eso de que tanto tiempo hemos vivido en medio de problemas que por momentos aparentaban no tener solución que parece que nos hemos acostumbrado a la sensación permanente de prevención inhibitoria de la satisfacción colectiva, que en sí misma se ha convertido en una suerte de satisfacción íntima. Algunos más, algunos menos, ya lo sé, pero en esta dimensión priman las sensaciones generales, no los logros individuales que en todas partes alguien dispuesto a ello podría conseguir. 

De más está decir que no me gustan las épocas electorales, con sus falsas promesas y fanatismos. Pero llega ese domingo y voy a votar, y, antes de eso, trato de entender lo que dice el uno y lo que dice el otro. Y quisiera tener los datos a la mano para saber si es verdad o no lo que repiten una y otra vez. Entonces vuelvo a pensar que nada de eso tiene sentido porque es un ejercicio corrupto, que la corrupción nos tiene carcomidos por dentro y que no hay corrección para ese problema a la vista. Porque esa es la realidad y no se puede cambiar. Pero, en esos momentos, suele venírseme a la mente la misma pregunta, una y otra vez, como una penitencia: ¿y si se pudiera?