Siguen siendo patéticas las imágenes de la señora Nikki Haley, embajadora de los Estados Unidos ante la Organización de las Naciones Unidas, en las que puede verse cómo, durante la semana pasada, con tonito desafiante y de dueña del planeta, condenó al mundo -incluida la propia ONU- a no contar más con sus ayudas económicas ni de otro tipo.
Pues manifestarse a favor de aceptar a Jerusalén como sanctasanctórum de tres de las religiones más importantes de la historia de la humanidad (judaísmo, islamismo, y cristianismo) no podría interpretarse nunca como una parcialización por la causa palestina. Ello apenas se puede tener como una expresión de lo contrario, justamente: imparcialidad en estado puro. No es posible realizar actos de legitimación de la posición de una de las partes en contienda y, al mismo tiempo, como lo pretende Trump, aspirar a autodenominarse mediador en el diferendo. Está clarísimo que los Estados Unidos cada vez más pierden liderazgo en temas que no se pueden resolver a las trompadas, porque, dada su naturaleza, así solo se empeoran. La vida real no es una película de acción.
En este caso en particular, aunque los tirapiedras palestinos no pueden hacer nada para vencer al Estado de Israel en una guerra, y, por ejemplo, tomarse Jerusalén por la fuerza (tesis de la fuerza, pero judía, que los Estados Unidos están validando con su reconocimiento), el que perderá en el largo plazo es el yanqui: ¿quién se lo tomará en serio en adelante respecto de estas trascendentales negociaciones, si hasta sunitas y chiitas se han unido contra israelíes y gringos para rechazarlos?
La resolución no vinculante de la ONU es, en la práctica, una sentencia de derrota de la legendaria diplomacia del dólar gringa, providencia que los mismos Estados Unidos se han encargado de ejecutar a través del penoso espectáculo de la señora Haley lloriqueando en el estrado mundial como una niñita resentida, aunque leal, eso sí, al temperamento infantil de su jefe. Quien, por su parte, a partir de esta actitud, se quiere mostrar como el fiel cumplidor de una ley de 1995 que, como es sabido, varios presidentes anteriores habían suspendido en sus efectos. Es claro que Trump aspira a reelegirse y que, desde ya, pesca electores entre aquellos de sus detractores que aprecian la vieja virtud norteamericana del pragmatismo, que es algo que trae implícita la capacidad de efectuar lo que se promete. Al guapo de la cuadra no le importa el derecho internacional si tiene que ganar unas elecciones invocando la calidad de pétreas de sus promesas de campaña. Es lo que tiene.