A diario se ven manifestaciones en el mundo entero de esta nueva –o no tan nueva- forma de intolerancia que cada vez se hace más presente en la vida cotidiana merced a la sofisticación de sus métodos, es decir, a la ligereza con la que verdades a medias pueden ser masificadas, para así aparecer como completas a costa del insistente gimoteo del Internet y sus redes sociales.
La ironía de todo esto estriba en la subversión de principios que lo ha hecho posible. La tecnología del Internet, y de los teléfonos celulares con Internet, es, en teoría, la materialización de un postulado democrático que antes ni se contemplaba siquiera: el conocimiento está actualmente al alcance de la mano para cualquiera que pueda manejar Google. Solo basta con investigar un poco para acceder –gratuitamente- a casi cualquier libro o ensayo que contenga la información que se necesita, y así educarse y aprender; algo que antes, no hace mucho tiempo, era beneficio exclusivo de los adinerados. El Internet ha hecho posible, además, el imposible de la ubicuidad: estar en todas partes sin realmente estarlo: poder hablar con gente de cualquier parte del mundo sin tener que pagar gran cosa por ello. El Internet tiene el potencial de hacer del ser humano una entidad vital más inteligente, más fuerte, más valiente, es decir, de hacer un ser humano mejor, más completo y feliz.
¿O no? Cabe la posibilidad de que las herramientas cibernéticas se hayan convertido poco a poco en un fin en sí mismas, y que hayan perdido parte de su carácter instrumental. Nada más así podría explicarse el auge de la cerrazón que se ha entronizado en las formas de comunicación de ideas imperantes hoy. El facilismo con que las opiniones tienden a unificarse y a hacerse una sola cosa, masa amorfa, no es necesariamente conveniente en términos de avance del pensamiento, pues este se nutre muchas veces, por no decir siempre, de la disidencia, de la oposición, o ya de la abierta contradicción. Únicamente así se puede acceder al verdadero conocimiento; no a través de la unanimidad que gusta a los alegres muchachos de las cavernas computarizadas, supuestos ultra-liberales que han terminado por ser los más fascistas de todos, debido a aquello de que contra sus emocionantes verdades absolutas nadie puede decir ni mú: ¡atrévase y verá!
Propongo, contra esta dictadura global que amenaza con no dejar de fabricar autómatas, que se aplique la fórmula más antigua que se ha conocido contra la idiotez: el sentido común. Este indica, simplemente, que, cuando algo ha sido exagerado, es porque no es verdad. Así, si, por ejemplo, se procuran un culto a la ignorancia del preciso idioma español llamado “lenguaje incluyente”, para dizque beneficiar a las mujeres, muy seguramente ello se ha de deber a que sus impulsores son los menos incluyentes de todos; en otras palabras: las personas que se cuentan entre los padres (y “padras”) de tales vocablos vacíos de contenido, a no dudar serán las más machistas de todas, esas que son incapaces de reconocer a las mujeres como sus iguales. Sentido común, pues, que no es lo mismo que pensamiento común, así como colaboración no es lo mismo que parasitismo recíproco.