La actitud de Mariano Rajoy con los catalanes independentistas me recuerda aquella frase que los guionistas de cine y televisión de los Estados Unidos suelen poner en la boca de los apaleadores policías de ese país, especialmente en las comedias que tanto disfruto: “¡No en mi turno!”.
Cosa, por lo demás, muy propia de los gringos y su individualismo, y cuya traducción sería más o menos así: “Si vas a delinquir o no, es algo que nada me importa en realidad, pero no seré yo aquel del que se diga que lo permitió”. En otras palabras: cómo no entender a Rajoy. A mí, que también me agrada el poder (más allá de que no tengo otro que aquel que se ejerce sobre uno mismo), tampoco me gustaría que se afirmara durante el periodo de vida siguiente a un hipotético mandato que el pueblo me entregare que acaso fui débil, que me tembló la mano para ordenar el uso de la fuerza y hacer cumplir una constitución o una ley, que tuve miedo a la soledad de una decisión difícil, que quise quedar bien con todo el mundo, o que no tuve el carácter que a un enemigo puesto en la misma posición de presión le habría sobrado para actuar debidamente.
Viéndolo con detenimiento, nadie querría pasar a la historia como alguien a quien le faltó lo indispensable para hacerse respetar. Nadie que haya hecho todo el curso de honor que es menester para llegar a lo más alto de un gobierno podría cargar gustosamente el muerto de una intentona separatista exitosa, aunque ella represente una causa justa. (Y ahora, de la nada, pienso en el Pai do povo brasileño, el gran Getúlio Vargas, caudillo que no dudó en abalearse el corazón cuando sintió inevitable la pérdida del poder). Esa pasión por no ceder, que va muy de la mano del hecho de querer posarse por encima de los demás mortales, para mandarlos, es por completo incompatible con una actitud de pasiva resignación ante una secesión, que es lo que algunos catalanes, ingenuamente o no –y esto es importante-, han esperado del jefe del Gobierno español.
Este ha sido, precisamente, el error de Puigdemont, Junqueras, Forcadell... Es cierto que un referendo legal nunca se va a dar: no lo van a permitir en La Moncloa, porque lo perderían; pero ese supuesto, por sí mismo, tampoco parece sustento suficiente, a la luz de las circunstancias, para validar políticamente la separación (que, además, nunca será enteramente pacífica) tanto en Cataluña, como en España y Europa. Me parece que la forma de plantear el diferendo, esta vez, dictó que la oportunidad de vencer se fuera configurando poco a poco para el más paciente de los dos. Al enemigo cercado hay que dejarle una salida, dijo Sun Tzu, queriendo significar que, si no se hace esto, se corre el riesgo de que ese contrario agotado, pero aún vivo, se vea obligado a presentar batalla, tal vez más enardecido. Hay energías que es mejor no desatar. A Rajoy no le dejaron otra opción, y el famoso artículo 155, del año 1978, le ha permitido defenderse fríamente hasta ahora.