Terminé de leer una brillante novela titulada El caso Eden Bellwether (The Bellwether revivals), del escritor británico Benjamín Wood.
El título induce a pensar de entrada en una cuestión policíaca o negra –narraciones que disfruto-, con los consabidos ingredientes de suspenso que trae consigo la penumbra literaria bien lograda: personajes misteriosos y tal vez atormentados, eventos violentos aparentemente inconexos pero que emanan cierto tufillo a conspiración, tensa calma en el ambiente, diálogos superfluos de los que siempre parece que podría extraerse algo más, en fin, enigma y densidad emocional que al final se resuelven de manera impredecible, precipitada y lógica (lógica que solo algunos caracteres de la trama anticipan, más allá de sus propios motivos…, o móviles), para agrado de un lector las más de las veces impaciente por saberlo todo. No obstante, este texto que comento es, por fortuna, superior a su nombre y, claro, a la ciega categorización de librería.
Digamos que, en opinión del suscrito, la diferencia entre novela policíaca, novela negra, o simple thriller, es intranscendente. En lo que a mí respecta, debo decir que no es importante atender a una lectura de este tipo basándome previamente en las clasificaciones artificiales elaboradas, ya por críticos de anexos literarios pagados por editoriales, ya por la propia empresa editorial: me atengo a los hechos. Y los hechos son tozudos, se escucha en los tribunales. Hablo del contenido fáctico de la obra: si una novela cualquiera desarrolla elementos puntuales en su estructura de los que pudiere predicarse que, tal vez, algunos de ellos, o todos, podrían ser intercambiables por piezas de otras novelas que caben dentro de la discriminación academicista impuesta para la, llamémosle, “novela de misterio” (novela negra, policíaca, suspense, thriller, etc.), ello me es por completo indiferente en cuanto a la valoración de su calidad. Una ficción es sencillamente buena o mala.
Lo importante, para mí, serán siempre las sensaciones producidas por el libro negro de que se trate, pues para eso se hizo la literatura, para vivir a través de la mente, sin importar si el género de la escritura abordada goza o no de una nominación, o si, incluso, pertenece lo leído a un género indeterminado dado su eclecticismo o acaso alguna pretendida neutralidad. Los géneros actuales -una clasificación de la industria editorial anglosajona- suelen ser cosa apenas externa a la creación misma, que tal vez sin querer terminan por socavar el sustrato vocacional de ella: la libertad de quien escribe, eso que es lo que único que tal persona en verdad tiene para sí cuando está sola frente al cuaderno en blanco, la máquina de escribir o el apremiante computador. Como en tantas otras áreas de la vida, parece como si la superficie aspirara a sublevarse ante la sustancia, muy a pesar de que sin esta no sería dable siquiera la precaria existencia de aquella: sin libertad no hay obra.
En El caso Eden Bellwether, thriller romántico, si se quiere, se aprecian todos los componentes de relojería (resortes, pasadores, tornillos, tuercas y arandelas) propios de la mecánica narrativa que permite elevar el pulso del lector de manera imperceptible: la duda, la sombra, el callejón oscuro en el corazón. Y, sin embargo, se percibe también, aunque con estruendosa sutileza, la irrupción de la cuestión sentimental como sustento de un renovado temor a lo desconocido. Velada degeneración que Wood enfila contra el vicio de intentar etiquetar algo inasible valiéndose de frágiles limitaciones.