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Mié, Dic

Independencia unilateral

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

La independencia unilateral que plantea el president de la Generalitat en Cataluña, Carles Puigdemont, para los próximos días (dicen que para este viernes 6 de octubre, fecha de conmemoración política allí), sería no más que eso: unilateral.Sin embargo, la expresión parece haber sido seleccionada muy cuidadosamente del diccionario de esa lengua romance que es el catalán para significar, con filigrana, lo que es pretendido, y nada más que eso: ser unilateralmente independientes, más allá de reconocimientos o concesiones externas. Pues el hecho político de declararse no dependientes de otra voluntad no puede ser soslayado en una verdadera democracia, y es, en sí mismo, hasta cierto punto, generador de entidad jurídico-constitucional. No es poca cosa. 

Si lo que quiere la mayoría catalana es declarar su existencia como “Estado –con mayúscula inicial en este caso- en forma de república”, y no solo como nación, entonces no está nada mal empezar a hacerlo desde la proclamación de que se es una nación que, sola, decidió organizar su cosa pública, lo que marca una diferencia, un verdadero punto de inflexión: no es igual reconocerse solamente como unidad cultural e histórica que como un pueblo que ya se auto-determina, que no le rinde cuentas a ningún poder superior que está en otra parte. A partir de ahí, no sería posible predicar la independencia total en la práctica, ciertamente, pero sí habrá empezado la separación definitiva, que es en donde estaríamos parados hoy. Resulta muy difícil predecir lo que sucederá en adelante, aún para los propios castellanos y catalanes, pero no es menos cierto que el panorama empieza a tomar forma para esos “franceses confundidos”, como dijo Napoleón que eran los pobladores de la Cataluña que él quería para sí, para su Imperio. 

Lo del domingo pasado es, ni más ni menos, la manifestación de voluntad de una de las partes firmantes del contrato social de 1978, la Constitución política de ese año, respecto de su deseo de exclusión del acuerdo que entonces se consolidó entre las naciones vasca, gallega y catalana (sin dejar de lado a la andaluza, la canaria, la valenciana y la aragonesa); tema que no es nuevo: Cataluña, aun sin contar con el último referendo, cumplió tres siglos queriendo salir de España. Por lo demás, si se argumenta que los resultados del 1 de octubre no son todo lo válidos que se requiere para que signifiquen algo en la realidad, ahí están también el Govern de Puigdemont y el Parlament de Catalunya, elegidos para representar la voluntad soberana de los catalanes, que, más allá de disensos internos en cuanto a la forma, sigue siendo independentista. ¿Hay alguna duda? 

Esto no se debe desconocer. Hacerlo sería tan dañino en el largo plazo como ignorar la validez de la propia Constitución de 1978, que hizo en su momento un reconocimiento tácito de que las diferencias regionales españolas tendrían que tramitarse con política para que pudieran ser derecho público interno, y no al revés: no se puede estabilizar un país, con leyes, impuestos y fuerza pública, a la brava. O se puede, pero ahí está la guerra civil, otra vez como posible válvula de escape, lo mismo que hace ochenta y un años, cuando se descubrió que los ánimos alcanzaban para ello; o, como hace cuarenta y dos, cuando se confirmó que los españoles eran un pueblo tan civilizado como para reconocerse diferentes y aun así poder convivir. No obstante, las condiciones cambian y ya no hay tanto optimismo: esa es una realidad que mal harían los de Madrid en no aceptar (en no aceptar y dar palos, además). Así, aunque no faciliten la independencia, el solo hecho de la declaración unilateral catalana -vía Parlament- la empezaría a configurar, como por generación espontánea.