Leo con furia por estos días uno de esos libros superventas europeos que suelen llegar a Colombia casi un año después de haber despertado arrobamiento por igual entre la crítica y los fieles de aquel continente.
Me llamó la atención, desde un principio, la aparente fanfarronería del título (que, después vi, estaba justificado): La sustancia del mal (La sostanza del male), del escritor italiano Luca D’Andrea, hasta hace poco profesor de escuela en su pueblo natal (que está ubicado en la misma zona italo-germana de desenvolvimiento de la novela), Bolzano. D’Andrea nació allí en 1979, así que, en principio, tampoco es mucho lo que cualquier espabilado podría esperar respecto de la profundidad de su escritura en términos del alcance de la sabiduría de un hombre todavía joven -y me equiparo-, que no vivido, curtido, viejo; y así, por ejemplo, intuir si podrá fluir en las conciencias, tal vez, como en este caso, con un vehículo carburado mediante la serena certeza de la muerte, que es lo que hace grande a cierta literatura. Pero este escritor sorprende: claro que sabe de lo que habla; lo cual, desde luego, es una de las reglas básicas: nada más se debe escribir de lo que se conoce bien.
Su sabiduría está en no desesperarse y confiar en sí mismo: saber plantear una especie de espectacularidad desde la oscuridad del alma humana. Rememorar que no hay nada más tenebroso que el hombre, con su insatisfacción permanente, su ansia de más, su desesperación por vivirlo todo, su sed de venganza, su afición a sí mismo, su poco desprendimiento material, su odio, su dolor por no estar en todas partes, por no ganar siempre, por ser ignorado por la suerte. El hombre tiene unas ganas de matar que apenas logra disimular con palabras, con la política, con el arte, la ciencia o la tecnología. Con el éxito. D’Andrea se adentra calmo en los vericuetos de la sinrazón existencial: tal vez no estamos aquí para ser felices, sino apenas para evitar que otros lo sean. Mala cosa.
Después de todo, sinceramente, quién no ha gozado el deseo del mal. No puede nadie negarlo, porque ello está condicionado por la tentación de hacer lo otro, el bien (la programación inicial, para lo que los niños vinieron al mundo). La finalidad de toda reflexión solitaria, incluida la del buen lector, es la definición de lo que debería prevalecer entre esos dos extremos: conocer y experimentar el mal, conocer y experimentar el bien; de aquella ha de emerger una conclusión significativa para cada quien. No sé si por eso se ha dicho que de los excesos nace la sabiduría, así como también de la soledad: de conocer y experimentar en soledad el menú de, cualesquiera sean, las demasías. Este libro trata del mal que todos llevamos dentro, y del que no es tranquilizador ni escribir ni leer, porque todos, ante nosotros mismos, no somos sino seres seráficos, ángeles, débiles criaturas del Señor. ¿No es cierto?