He adquirido el vicio casero de lavar ropa los jueves a la media noche en el sótano oculto del edificio, solo accesible tras el medio giro de la llave correcta en una pequeña cerradura del tablero del ascensor.
Esto, movido por un impulso egoísta de usar dos lavadoras al tiempo para tardar menos y también buscando eludir las pálidas charlas con mis vecinos que por ausencia de un buen café terminan convertidas en cruces de opiniones sin alma sobre marcas de detergentes o blanqueadores y cuyas intenciones no van más allá de la cuenta atrás del cronómetro de lavado… Pero esa noche, fue distinto.
Sentado sobre una alta butaca de madera que alguien había abandonado en el basement tras una buena vida en algún bar cercano, esperaba que cesara el hipnótico torbellino de colores de mi ropa sucia. De repente, el silencio de la madrugada se quebró con el arrastrado trasegar de unos pasos perezosos que se acercaban, como un fantasma en pantuflas que busca dar su último susto ante de la jubilación. Sorprendido por aquella irrupción en mi premeditada soledad, aguardé a que la sombra que se proyectaba en el pasillo creciera y se materializara.
Era un anciano enjuto y frágil, casi traslúcido, con aire y gafas de un Gandhi caribeño. Su perplejidad al verme me dejó igualmente perplejo. Sonrío y me dijo en un inglés cansino “Hi, soy Luis Nieves. Veo que estás usando mi silla, tiene mi nombre en ella”. Ante la preocupación de estar cometiendo un delito federal, salté de la butaca y giré su espaldar. Efectivamente allí estaba, pintoreteado con un sharpie tembloroso, las palabras “Luis Nieves” acusaban la propiedad de su dueño. “Oh, no te preocupes, la puse ahí para las visitas”.
Durante la siguiente hora, al ritmo de la secadora, Luis no escatimó detalles en la narración de los 52 años que lleva viviendo en Nueva York. Deliraba de pie mientras añoraba las bochornosas noches de San Juan de Puerto Rico, cuando en su tierna infancia su padre lo llevaba a boxear. Se movía con peligroso frenesí para su edad tratando de representar cómo se infiltró de polizón en un carguero gringo y desembarcó en la Gran Manzana. Y lo asaltó la nostalgia recordando en su casi olvidado español las caminatas nocturnas por Broadway de la mano de una portentosa mulata dominicana, su único y verdadero amor.
La historia de Luis era demasiada vida junta. Me despedí de él prometiéndole que lo visitaría en otra ocasión. Sus artesanales pinturas del puente de Brooklyn, el letrero de advertencia sobre su perro imaginario y los demás vestigios de su existencia que ahora notaba en todo el sótano me generaron la extraña certeza de ser yo el intruso en aquel lugar que realmente era su casa.
La semana siguiente volví a escuchar sus pasos a la misma hora atípica, le saludé y salí a su encuentro, pero un inesperado “Hi, soy Luis Nieves. Puedes usar mi silla mientras esperas, tiene mi nombre en ella” me detuvo en seco.