La religión es el opio del pueblo, dijo Karl Marx. El intelectual judío y alemán lo entendió a su manera, en su momento, y con los elementos de que disponía:
el pueblo necesita de la distracción de sus penas para no rebelarse, y qué mejor antídoto contra el ánimo rebelde que la promesa de una vida bendita si se respeta el orden establecido. Obedeced y sed santos. Tal orden, como sabemos, es el que se ha dispuesto y petrificado por parte de los que han tomado ventaja en la vida social de todos los días: hay personas superiores, y otras inferiores, tal vez por voluntad divina o no. Decididamente hay personas superiores por voluntad del ser superior: los reyes son, ni más ni menos, hijos auto-proclamados de Dios, o de algún dios al menos. Y después de los reyes están, han estado históricamente, en la escala de importancia, los líderes religiosos de talla millonaria (de millones de seguidores, se entiende), el Papa entre ellos. Aunque este Papa sea latino y chévere.
De acuerdo: hace rato que la religión dejó de ser tan importante para la humanidad. Es cierto que, desde que la técnica hizo su irrupción en aquellas sociedades todavía hoy más avanzadas (¿un parcito de siglos?), la industria, el comercio, los derechos ciudadanos, el relacionamiento entre las personas de diferente origen, y, en general, la vida occidental, han estado teñidos de aquella palabra que todo significa, todo y nada a la vez: igualdad. El derecho a la igualdad, base del estado de derecho, fundamento de la democracia, sentido de la ley y de todo lo dura que ella pudiere llegar a ser: objeto y fin de la vida en sociedad. La igualdad entre los hombres. Decía que desde que la igualdad hizo su violenta entronización conceptual (de hecho, creo, más política que jurídicamente), como un secreto a voces que se revela en la comunidad, los padres de la Iglesia Católica, en sus países de influencia mayoritaria, han pasado a un lógico segundo plano. ¿Podría no ser así?
Pero, todavía tienen poder, especialmente en naciones en las que ocurre un fenómeno curioso, algo que no deja de ser problemático: el Papa y su séquito tienen poder e influencia en aquellos lugares en los que, en verdad, se cree más en Dios, o siquiera en su imagen. La cosa está en que en esos lugares en los que se cree tanto en Dios, como en Colombia, su presencia no se siente tanto. No creo que haya lugares de ateos (pragmáticos o perezosos, según se vea), o de agnósticos (supuestos racionalistas en asuntos vedados a la razón), en los que se dé más violencia que en aquellos lugares en los que la fe religiosa es tan potente como para que unos vivos idioticen con ella a otros. Me explico y aclaro antes de la confusión: una cosa es creer en Dios y otra, muy distinta, en sus publicistas. (Y con esto trato de explicarme de paso por qué tanta gente está aburrida con eso del Papa aquí: quizás se trata de unos exhibicionistas que quieren ir en contra de todo, quizás no).
Dejo a cada quien la potestad de decirse qué es Dios, o dios, y cómo se cree en él, o en ella. Y para qué sirve eso, si sirve de algo. Lo importante aquí es reflexionar sobre por qué en estos lugares donde las cuestiones religiosas son tan redituables, tan mediables en dinero y poder para “los despiertos” (como dice la Biblia), hay tanta violencia y pobreza (que es en sí una forma de violencia); las que, a su vez, requieren ser tratadas con fe, mediante la profesión de fe, con la ayuda de pastores -vividores o no- o ya del propio Papa del Vaticano. ¿No será que en verdad la sucesión de la violencia y de su cura, la dosis del dios de los profetas, constituyen un círculo vicioso, un vicio, como el opio del que hablaba Marx, que permite que todo no se caiga, solo porque así deben ser las cosas?