La película que se acaba de estrenar en Colombia sobre Winston Churchill es seria. No lo digo porque esté convencido al ciento por ciento de que el filme posea una calidad indiscutible, más allá de la actuación de Brian Cox en el papel principal, que es deslumbrante.
Lo afirmo con alguna certeza porque sí es relevante el hecho de que se haga una cinta que se atreva a objetar la imagen tradicional de triunfador del legendario primer ministro británico, la idea del viejo León –o Bulldog- que moralmente ganó la guerra; y que, además, ello se haga en clave de desmitificar también el papel de las potencias aliadas en contra de los nazis, tan románticamente concebido durante décadas como la idea que tiene Trump hoy de que su ejército es invencible. Los aliados, ciertamente, no lo eran tanto.
Ni lo uno ni lo otro, y eso ya lo sabíamos, claro. El punto es que la industria cinematográfica suele evitarse conflictos de tipo comercial y, así, no es común que se desnude a los tótems que con su solo nombre agrupan a toda una colectividad más allá de las diferencias individuales. En el Reino Unido, país de origen de la obra, aun los más liberales –o liberaloides- están obligados por la historia a aceptar que Churchill es aquel sentimiento que les recuerda quiénes son y cómo llegaron a donde están como pueblo. Incluso hace poco, con el todavía reciente Brexit, indistintamente ambos bandos en contienda se han atrevido a invocar su fantasma para apoyar sus respectivas tesis.
De un lado, los europeístas citaban –aún citan- una declaración de 1947 en la que Churchill clamaba por la unidad de Europa; y, por otra parte, los escépticos parafrasean, entre otras ideas, la declaración suya en un artículo de prensa de 1930 (es decir, mucho antes de la Segunda Guerra Mundial) en la que Winston alardeaba de su capacidad politiquera para poder decir que “Estamos con Europa, pero no en ella. Estamos vinculados, pero no comprometidos”. Sí, pero no; no, pero sí.
La vida de Winston Churchill fue así: compleja, controvertida, contradictoria, si se quiere. Fracasó, no una sino varias veces, cambió de partido político, fue hecho prisionero de guerra, fue traicionado por su esposa, sufrió terribles depresiones (a las que llamaba “el perro negro”), fue un best seller, ganó el Premio Nobel de Literatura, fue subestimado, detestado, incluso ignorado, pero él nunca perdió ese grandioso sentido de sí mismo –en función de otros- que siempre le permitió insistir, más por valor que por fuerza, se entiende: he ahí su liderazgo. Se puede ser derrotado porque el enemigo es mejor, pero no por inactividad, por no intentarlo, por no luchar. Los británicos de aquella época, la del Imperio –no los de hoy-, se vieron encarnados en un solo hombre dispuesto a morir más que a ganar. Y sí, indudablemente, a hacerlo en nombre de los demás, los suyos.
Si, como cuenta la leyenda, los londinenses de 1940 salían a trabajar con desprecio por el dolor en medio de los escombros que los bombardeos alemanes habían dejado la noche anterior, y por eso el país no se detuvo y al final ganó, entonces hay buscar las razones de todo ello en la cuestión idiosincrática, es cierto; pero también en la inspiración, que no siempre viene de las victorias: más bien al contrario. Churchill supo que su gente le seguiría hasta el final si veían que él, abatido por su propia vida de fastuosos fracasos, continuaba empujando sin saber muy bien qué iba a pasar. Esa vida suya fue una gesta de la inspiración, como esta película lo recuerda. Una epopeya que no requeriría dramatización alguna.