Después de Rafael Núñez, cartagenero que se puso de ruana la política y los partidos en Colombia, y de su primer designado, el samario José María Campo Serrano (que sancionó la Constitución de 1886 durante su palomita), no ha habido ni esperanza de tener otro presidente de la minoría caribeña en el sitial que estrenara Bolívar en la cúspide de los Andes.
No estoy olvidando, por supuesto, a otro hijo de la amurallada, Joaquín F. Vélez, que a principios del siglo XX perdió la presidencia ante Reyes-el hombre del Quinquenio- por apenas 12 votos; e, igualmente, al atlanticense Evaristo Sourdis, disidente del conservatismo en la última elección dentro del Frente Nacional, en 1970, cuando quedó en tercer lugar, siguiendo a Pastrana y a Rojas Pinilla. Ellos dos tuvieron una mediana opción de llegar. Luego, en épocas diferentes, se atrevieron Enrique Parejo -el único que de verdad lamento-, Miguel Maza Márquez, y David Turbay, todos con resultados ningunos. Que me ayude el lector que sepa más, a ver si no se me queda alguien por fuera, pero lo cierto es que el Caribe no ha sido protagonista de la política nacional, por cosas buenas al menos, desde hace mucho tiempo. Eso es injusto y absurdo.
Nuestra visión le hace falta a este país manco que se deja quitar mar. Somos tan colombianos como los que más, es cierto, pero tenemos la ventaja -equívoca, a veces- de disfrutar colectivamente de aquello que llaman la mente abierta, tan abierta, que a menudo nos olvidamos de defender lo propio, porque "¿quién lo está atacando?", y si es así, "¿qué importa?": "¿acaso dejaremos de ser lo que somos por el simple hecho de que no nos acepten?"Nadie puede desconocer que esa es una característica admirable hasta cierto punto, con una belleza inconmovible, debido a la certeza de la valía interna que es capaz de generar por sí sola. Ahí están los extranjeros para que lo digan. Ahí están también, aunque mudos, algunos de esos extranjeros que vienen desde adentro del país para que lo nieguen, si de eso se trata. Y ahí está nuestra creatividad mestiza, que habla por sí sola, para que lo pruebe: música, artesanía, literatura, arte, comida, deporte, idioma…, cultura, que es la base de todo. No somos ni remotamente el mejor pueblo de mundo, en caso de que tal cosa exista; pero esa es la cuestión: nos interesan tan poco los demás, que no queremos ser mejores que los demás, ni mucho menos demostrar algo parecido. Como estamos, estamos bien, pensamos. Eso es algo que, claro, tiene tanto de largo como de ancho. Por eso lo voy a dejar ahí.
Lo que sí me interesa ahora es señalar la inminencia de un par de candidaturas presidenciales de caribeños -tan disímiles entre sí- para el próximo año. De un lado, la de un hombre que bien podría representar ese talante liberal del alma que entibiece nuestra vida: Eduardo Verano. Barranquillero, abogado, exconstituyente, partidista aunque independiente, propugnador de una política de desarrollo nacional que pasa por el través de lo territorial. Interesante planteamiento básico éste, no obstante ignoto y poco validado hasta ahora. Su reto es imponerlo con argumentos. Lo digo sin ambages: si tengo que irle a alguien, le voy a Verano. En la otra esquina regional está José Lafaurie, quien, en cuerpo ajeno -como la telenovela-, pretende revivir un programa anacrónico y deslegitimado, por decir lo menos, representado en el uribismo guerrerista, pro-yanqui y godo (y, fundamentalmente, cachaco). Esa es la otra cara del caribeño: la del gustoso adlátere. Me duele decirlo, Dios lo sabe, pero hay muchos entre nosotros que han preferido y prefieren ser la sombra del Otro, para medrar.
Hay coterráneos que, oportunistas, resultan más papistas que el Papa, y que, como se verá mañana en Santa Marta, evidenciarán su estirpe de mediocres para sobar chaqueta andina, y pescar en ese río revuelto de la politiquería con circunscripción nacional. Ellos también nos representan, infortunadamente, y tal vez por eso no hemos ejercido el liderazgo que reclamo hasta el momento, porque tales personajes no son líderes, ni son nada. ¿Qué diría Núñez?.