Esta vez no voy a defender ni a atacar a nadie, como otras veces lo he hecho en casos similares, a propósito del encontronazo entre Samper Ospina y Uribe. Tengo, sí, algo que decir sobre eso que tal vez no les agrade mucho a muchos, y que quizás ponga en tela de juicio mi cordura.
Pero es así. Mientras se investiga penalmente si la expresión “violador de niños”, escrita a través de una cuenta oficial de Twitter de un expresidente de la República, con millones de seguidores, puede o no significar la configuración del delito de calumnia (delito que no pocos fiscales casi siempre desestiman, en materialización, a su vez, de un pequeñito prevaricatico: tanto les pueden los motivos a los que denominan congestión judicial), por cuanto no es jurídico andarse por ahí diciendo sin pruebas que fulano de tal es esta u otra cosa, vale la pena detenerse en ciertas cuestiones.
Dice Daniel Samper, de quien leo rigurosamente sus columnas desde hace años, que lo que ha hecho Álvaro Uribe con él equivale a un asesinato moral. No dejan de tener venenito sus palabras, todos lo sabemos.
Y quién lo puede culpar. Asimismo, con ocasión de este nuevo episodio nacional (¿se podría notar más la marca de hierro de España?), he recordado las declaraciones del periodista/youtuber/comediante que, brillantemente, supo definir sus columnas como simples caricaturas hechas de palabras, que no de trazos. (Recuerdo que aquel día recordé a Antonio Caballero, de quien también leo desde que era niño sus columnas, y en cambio, poco o nada he disfrutado sus caricaturas, esas sí dibujadas, tal vez porque carezco de gusto artístico para las imágenes que no sean muy evidentes [o de ritmo, para esa cosa extraña que llaman bailar]).
Y entonces pensé, como un niño pequeño y envidioso: ¿debería yo también aprender a pintar con palabras?
Cada uno a lo suyo, me respondí. En primer lugar, yo nunca pude embellecer con crayolas ni los sellos entintados de animalitos que en el jardín de niños me ponían de tarea; a veces, incluso hoy, tengo problemas para combinar los colores de la ropa. Así que decididamente puedo decir que, por extensión, desfigurar graciosamente algo no es lo mío, al menos no conscientemente.
Caricaturizar con palabras supone estar en posesión de una fuerte capacidad para mantener la seriedad y aun así mamarle gallo a alguien que, normalmente, suele ser todavía más rígido que uno. En ese sentido Samper y Uribe vienen a ser como una suerte de dúo dinámico de la comedia política colombiana: nuevos el Gordo y el Flaco, Viruta y Capulina, o Benitín y Eneas, y quienes somos espectadores de su rutina los identificamos así: el uno egocéntrico y chiflado, y el otro, en cambio, egocéntrico y, sorprendentemente, sensible, debo decir ahora. Y, claro, lector: yo no he sido, soy, ni seré uribista.
Pero vamos a estar claros: si yo me meto a “caricaturista con palabras” debo estar dispuesto a recibir insultos, también hechos de palabras, que muy seguramente se van a corresponder con el calibre de lo que primero caricaturicé, ya que no me pueden devolver el golpe a través de proceso penal alguno basados en una “simple” caricatura escrita. Pero resulta que esa caricatura escrita, sin pruebas, pero escrita con arte y prevención -diciendo sin decir-, puede incluso causar más daño que una denuncia seria sobre los actos de un político.
Es esa, precisamente, una de las leyes de la política. Por eso creo que Samper ha exagerado, y no de forma chistosa esta vez, pues él, a Uribe, lo ha señalado, con sus caricaturas, de cosas mucho peores, también sin pruebas, más allá de que sea verdad lo que ha dicho sin decir, o no. No hay que llorar, caballeros, más coherencia.