Me ha llamado la atención la extrema ambición mezclada con sinuoso sentido de la adaptabilidad del nuevo presidente de Francia, Emmanuel Macron.
El hombre se presenta abiertamente, sin culpa y sin miedo, como alguien que va a trabajar por los mercados, pero, claro, sin dejar de lado “lo social” (ridícula expresión que, genérica como es, quiere decir, simultáneamente, todo y nada, y por eso mismo es prostituida por cuanto politiquero hay, en cualquier parte del globo, me temo).
Así, Macron, el de la esposa que parece, no su madre, sino su abuelita, dice con total convicción que le va a poner una vela a Dios y otra al Diablo, y que ambos le concederán lo que pide, solo porque él es él.
Esto solo prueba que en los países desarrollados también hay gente bruta entre los votantes, y mucha, y que, en virtud de ello, es relativamente fácil disfrazarse de buenas maneras y andar mintiéndole a todo el que se deje, al punto de que, si dices las mentiras bien dichas, sin pestañear (como recomendaba el hitleriano Goebbels), en una de esas hasta presidente te eligen.
Vamos a ver. Lo primero que ha hecho Macron es declarar que sus prioridades de gobierno, para poder cumplir con su acto de magia, son tres. Una, hacer promulgar una ley de “moralización de la vida pública”. Esa parece una propuesta para cualquier país de Latinoamérica, pues uno no se imagina que la burla a las inhabilidades e incompatibilidades (la connivencia con los conflictos de interés) sean cosa de todos los días de Francia, al punto de hacer ganar una elección presidencial.
Pero parece que es así: parado en el centro del espectro político, Macron logró vender la idea de que la corrupción no es de derechas o de izquierdas, exclusivamente. Mejor aún: logró demostrar que hay muchos corruptos en ambos extremos, y que él, solo él (al menos en esta elección que pasó), era el no-corrupto, redivivo Robespierre. Brillante: achacarles a los que no están con uno ser corruptos, después de haberse beneficiado de ellos. Oportunismo puro y duro.
Dos, flexibilizar la jornada laboral. ¿Suena familiar? Lo es. Si en Francia se empieza a hacer de noche apenas a las diez post meridiem, incluso en inverno, se acordarán de Colombia (de un tal Uribe) los trabajadores franceses. Macron cree en la creación de puestos de trabajo a través de la protección de las empresas, en detrimento de la calidad del empleo de la clase obrera, porque “[...] la opinión pública es inteligente y quiere ver un cambio [...]”.
Que cada empresa negocie los horarios con sus trabajadores, propone Macron, y que queden fuera los sindicatos. Hermoso: tercermundizar a Francia, como si fuera cualquier Estados Unidos de América. Sublime: recortar, no presupuesto, sino ya, de una buena vez, derechos. ¡En el país de los derechos del hombre!
Tres, la lucha contra el terrorismo. En últimas, no es difícil derrotar a una candidata como la confundida Marina, que, queriendo ser Trump sin serlo (Trump lleva medio siglo practicando su estilo sabrosón), promete bala física contra cualquiera que sea o parezca árabe o de Medio Oriente. Nadie quiere un estado permanente de guerra.
Macron solo tuvo que prometer ser más selectivo, menos violento, con el problema islamista, para ganar. Ahora se dispone a hacer lo que cualquiera en su lugar: hacer política con el terrorismo para inspirar más liderazgo en Europa. En resumen: Emmanuel Macron es un político digno de por aquí, digno de estos tiempos de excesiva superficialidad: bastante mediocre. Cuando no hay líderes serios, aparecen muchos de estos.
Uno más que quiere poner en su hoja de vida que a los cuarenta y cuatro años ya es expresidente de su país. ¡Vive la France!