El Papa es, ante todo, un político. El Obispo de Roma no es el representante de Dios en la tierra. Y ya con esto me merezco sobradamente la excomunión. Especialmente, por tener en este momento mis pies en la tierra de Colombia, país católico -y rezandero- donde los haya. Sin embargo, lo afirmo categóricamente: no creo que, por el hecho de no poder tener representantes en el mundo, no exista un dios (así, sin mayúscula inicial) “allá arriba, que todo lo ve”. En otras palabras, de que existe, existe. Él. Y ya con esto me gano otra excomunión, la de algunos de mis amigos, los soberbios intelectuales, cuyo mérito cerebral se pervierte y entonces solo creen en lo que pueden ver: inmediatistas e impacientes que son, nada más ven lo que pueden ver.
El otro día, un hombre reconocidamente frío y pragmático me sorprendió con una revelación que me había estado vedada: es del todo cierto que hay una tendencia invisible: en general, la creencia de la gente en el ser superior puede representarse con una curva estadística que es ascendente hasta, más o menos, los treinta y cinco o cuarenta años, cuando se alcanza el punto de suficiencia suficiente para considerarse peligrosamente independiente. Pero las fuerzas descienden, el ánimo es otro, los años pasan y la tolerancia de ciertas cosas se reduce conforme el tic-tac del reloj se hace evidente, y el tiempo se hace menos. Ahí es cuando la bella curva que ha alcanzado su pico máximo empieza a dejar de subir, o de mantenerse estable, y más bien inicia un tenue descenso a los abismos de la cordura. Una cordura forzada, la de dejar de creerse invencible, pero cordura al fin.
Por eso –me decía este señor, como en confidencia-, son los niños y los viejos los que más creen en Dios; a lo que agregué mentalmente: son ellos los más humanos de todos: como dice la hermosa canción del español: unos aman su mañana, y los otros, su recuerdo. Y es el miedo lo que los humaniza por igual. El miedo: no saber qué va a pasar. Lo he sentido muchas veces, cuando me he quedado solo sin quererlo, o cuando he estado rodeado a tope de indeseables, sin quererlo también. El miedo, cuyo antónimo no es el valor, como se creería, sino el amor. Por eso, cuando este falta, aquel se hace presente; y viceversa. Por lo demás, sobra decirlo, la gran ventaja práctica de sentir amor es poder pensar con claridad: ¿quién puede cogitar con eficiencia cuando tiene miedo?
A pesar de que ya estoy en el grupo poblacional de los que momentáneamente van dejando de creer en Dios, me opongo con hechos a la estadística a que me refiero. No sé si por miedo, o no, pero creo que Dios está en todos lados: allí donde haya un hombre, o una mujer, está en potencia. Lo que pasa es que se lo hace acto, se lo construye (y en esto no hay nada de malo): cada vez que se opta por lo correcto, y se esquiva lo dañino, lo tóxico, Dios toma fuerza. No hacer daño a nadie, incluyendo a uno mismo, es Dios. Por eso el Papa, que es latino, que sabe de Colombia, cita a sus líderes a conversar: sabe que van por compromiso, por no quedar mal con el electorado, Santos y Uribe. Pero eso no importa: lo que vale, lo único, es evitar más dolor para los otros, los que no tienen poder, así sea a través de jugadas políticas. Y que valga la contradicción. A Dios, estoy seguro, le gusta la gente que lo puede mirar a los ojos... sin saber qué va a pasar después.