Por virtud de la probabilidad matemática bancaria que nunca terminaré de entender, un ejemplar de la nueva familia de billetes me fue entregado con mucho profesionalismo por un cajero electrónico el otro día. Un Gabo morado por asfixia contra el papel me devolvía la mirada desde su tardío homenaje y sobre él un enorme 50 se destacaba firmemente haciendo su mejor esfuerzo por opacar el escueto “Mil” impreso a su lado. “Pobres gringos”, pensé, “De aquí a que aprendan que ‘Mil’ es ‘Thousand’ los van a estafar un buen par de veces”.
Entonces recordé el afán imperioso de este y muchos otros gobiernos por enterrar en lo más profundo de nuestra economía aquel elegante Mil. Una meta que se ha vuelto casi obsesiva desde el año 2000 cuando el senador José Nicholls radicó el primer proyecto de ley en este sentido, todo un fracaso legislativo al que le sumaron para la trilogía el de Antonio Guerra en 2010 y más recientemente el de Roy Barreras a inicios de año.
Si bien es cierto que las monedas fuertes del mundo suelen imprimirse en cifras recatadas, mientras que las más estancadas se ahogan en ceros (como el famoso billete zimbabuense de 100 trillones de dólares), también lo es que en países con economías normales como la nuestra, a la que le da fiebre con cualquier subida del dólar, esto trae varios problemas cotidianos que escapan a la complejidad algebraica de los cálculos financieros.
El primer inconveniente es la concentración de poder económico en la moneda de $1, el primer monto decente por encima de los despreciados centavos. La moneda de $1 (es decir nuestra tortuga caguama de $1.000) se convierte en el punto de referencia de las transacciones callejeras, lo cual hiere de muerte a la de 1¢, 5¢, 10¢ y 20¢ centavos, y deja moribunda a la de 50¢. En algunos países como Bolivia estas denominaciones prácticamente son mitológicas y salvo que uno las pida expresamente, rara vez las encontrará en estado silvestre.
Lo anterior acarrea una segunda dificultad y es la inflación repentina en los precios. Al nadie querer centavos es más fácil aumentar todos los precios con décimas cercanas al todopoderoso $1, lo que sin darnos cuenta podría llevarnos a un disparo dramático de precios del 142% en productos que hoy cuesta $700 y que mañana amanecen a $1.000. Esto, por ejemplo, se palpita fuertemente en los puestos de dulces de Brasil, donde mágicamente cualquiera que uno pida cuesta 1 real.
Finalmente, estas iniciativas suelen ir acompañadas del privilegio de la moneda sobre el billete, por su mayor durabilidad y menor desgaste, lo que generalmente hace que las denominaciones de $2 y $5 se vuelvan redondas, metálicas y sorpresivamente escasas, destruyendo un billete con pesadas vueltas que hay cargar en ruidosos monederos.
Sin comprender los complejos raciocinios del Banco de la República, creo que esos hermosos tres ceros no le están haciendo daño a nadie y deberían quedarse ahí, así con ellos Gabo no se vea tan sofisticado como George Washington.