El no del otro día no significa nada más allá de la negación de una política pública que el jefe de Estado (actuando más que nunca como tal) consultaba con el pueblo, en cuanto a su presumible conveniencia. Se trataba de verificar electoralmente el nivel de conformidad que la gente, enterada o no del contenido del Acuerdo Final, manifestaba respecto de la celeridad de una serie de cambios trascendentales que sobrevendrían con la firma protocolaria de la paz entre el Estado colombiano y las Farc.
Puesto que al documento de las doscientas noventa y siete páginas se le quería dotar de dientes, para que su espíritu no se quedara en el papel, era necesario (así lo entendió el presidente Santos) buscar petróleo en la conciencia de los colombianos y entonces tener el combustible suficiente para, en el increíble término de más o menos un año, convertir lo negociado políticamente en realidad jurídica aplicable.
Pues esa política pública (que el gobierno aspiraba a instaurar por la vía rápida en política de Estado, y no solo transitoria, de gobierno) ha sido negada, votaciones de por medio, huracán atravesado, y mala fe circundante. Tan sorpresiva fue la victoria de la negativa que ni el propio Uribe tenía listo discurso de victoria: midamos lo que pasó con ese indicador. Ahora, que ya el daño está hecho, viene el rescate de la civilidad de entre las ruinas de los bombardeos del oportunismo politiquero. Lo que está claro es que, aun habiendo ganado el no, y ya pasados los primeros efluvios de la derrota, nos vamos dando cuenta de que en realidad no hay otro camino. Esto no tiene revés, sobre todo cuando los “vencedores”, Uribe y su atormentada Corte de los Milagros, no tienen nada que ofrecer, nada para debatir sensatamente, más allá de espuma en el hocico.
El Acuerdo Final, como lo ha dicho Timochenko, y el gobierno se ha demorado estratégicamente en dosificar, es uno válidamente celebrado entre el Estado colombiano y una organización en la práctica beligerante (las Farc), en medio de un conflicto armado no internacional; lo que, a la luz del artículo 3º común de los Convenios de Ginebra de 1949, lo hace vigente para el derecho internacional humanitario –DIH-. Ese Acuerdo Final, entonces, debe ser considerado –sin dudas-, luego de su firma y depósito en Suiza, un acuerdo especial, en concordancia con el DIH. Ello implica que el instrumento sea vinculante para el Estado colombiano, y que el gobierno, legítimamente, lo pueda presentar ante el Congreso de la República para su ratificación, surtiéndose el trámite ordinario, previsto constitucional y legalmente para el efecto. Como se haría con cualquier otro tratado de la misma naturaleza.
Luego de su eventual ratificación congresional, y de su control constitucional, el acuerdo especial denominado “Acuerdo Final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera” será parte de la Constitución Política (vía bloque de constitucionalidad: artículo 93 superior), por tratarse de un contrato internacional de derechos humanos (pues su objeto y fin es terminar la guerra en Colombia). Y, una vez haga parte de la Constitución, tendrá que ejecutarse –aunque más lentamente-, a través de políticas públicas desarrolladas en la ley. Lo del domingo fue apenas un retraso de lo imparable, como se ve. El intento de Santos era bueno (concretar el Acuerdo en el derecho interno antes de entregar su mandato, valiéndose de un validado en las urnas Acto Legislativo para la Paz), pero el cálculo fue poco realista. Ahora solo queda actuar: el Acuerdo Final está vivo y tiene camino por delante: el que obra en la legalidad no debe temer hacerla respetar.