Ahora sí terminé de leerme –con algunas salvedades inevitables- las doscientas noventa y siete páginas de La Habana.
Con ese “entrar a matar” que parece extasiar a la representante Cabal, muchos vivieron y vivirían contentos, pues no es difícil conciliar los diversos elementos que componen los fanatismos que creen tener mucho en común entre sí (en especial, la deliciosa intolerancia: la misma que, con el tiempo y la oportunidad debidas, podría llevar a aquellos a odiarse recíprocamente). La historia demuestra la validez de esto. Pero lo difícil es lo otro: reconciliar lo que se considera irreconciliable, tender puentes, reconocer las diferencias y respetarlas, lograr un consenso sobre lo fundamental, etc.: llámelo como quiera, usted ya sabe de qué hablo. Lo difícil es pasar la página de una vez por todas, eso sí, con toda la decisión, y tratar de ver más allá de la penumbra.
Decía que no creo en unanimidades, pero es más o menos eso lo que finalmente se requeriría en la práctica para superar el umbral de cuatro millones y medio de votos, y que, así, el resultado electoral sea vinculante para el Presidente de la República, y el Acto Legislativo para la paz, según su Artículo 5º, tenga que empezar a ejecutarse. Pues sería casi unanimidad el hecho de que en Colombia gane la opción a favor de algo, lo que sea, cuando no existe un estímulo distinto al interés estrictamente propio; y este es el ejemplo perfecto: el plebiscito no emociona a ninguno de los que hacen política profesionalmente, porque no hay plata inmediata, contante y sonante, detrás de él. Este será, si es el caso, un triunfo del viejo y verdadero voto de opinión.
Como también sería una victoria del voto de opinión por el no el caso contrario. Todo hay que decirlo. Escenario lleno de mezquindad, dado que el único logro real de los partidarios del no en el plebiscito estaría en impedir que los indecisos en últimas voten por el sí, y hacer que se queden sentados en sus casas esperando a que todo cambie solo. Vaya victoria, la de unos; y vaya actitud frente a la vida, la de otros. Pero así es la democracia, que, en su imperfección, es extrañamente perfecta. Como también lo es acuerdo final, al que me atreví a definir ante mis contertulios, suavemente, como un “documento poético”, y no la prosa de la realidad; lo definí como algo que, aun así, es la única esperanza de esta generación.