El mundo necesita conciliar otros abecedarios más níveos, otros vocablos más auténticos, para que se produzca la reconciliación entre unos y otros. Hace tiempo que lo vengo reivindicando en sucesivos artículos. Nunca es tarde para armonizar.
Lo que no podemos es quedarnos estancados. Demasiados seres humanos viven enclaustrados en el rencor e incuban la enemistad, porque, incapaces de perdonar, arruinan su propia vida y la de los demás, en vez de tomar como horizonte el gozo de la serenidad y de la concordia.
Es bueno disculparse, y aún mejor disculpar a los que viven atrapados en el egoísmo de las maldades ante un mundo tan complejo como acomplejado. Si tuviésemos otro espíritu más libre y justo, seguramente esta oleada de rabia, crueldad y amargura, no existiría de manera tan acusada. Hoy más que nunca se requiere de líderes ejemplarizantes, que no condenen porque sí; y, en todo caso, utilicen un espíritu democrático de familia humana. Cuando digo, precisamente, que nos cuesta excusar determinados comportamientos, no pretendo hacer una retórica fácil o adoptar un tono moralista, sino simplemente expresar una convicción particular, de que todos, absolutamente todos, nos merecemos sucesivas oportunidades. Lo importante es el cambio, el análisis de la realidad para aprender de los errores, y así, de este modo, forjar un futuro más aglutinador, menos condenatorio.
Hablar de esperanza es hablar de luz y esto es lo importante. En nuestro pretérito hubo caídas, pero también hubo liberaciones. El futuro enlaza con el pasado y el actual presente, que lo vivimos como podemos, pero que ha de impregnarnos tanto de conocimiento como de paz. Por consiguiente, todos estamos llamados a colaborar y cooperar en ese anhelo de realización del individuo. Si quieren, con mayor motivo, los políticos, puesto que soberanamente eligen servir a la ciudadanía durante un tiempo. En consecuencia, han de ser siempre la solución a las muchas penalidades con las que nos encontramos en el diario de nuestra existencia, jamás el problema, como viene sucediendo en muchos países con desgobiernos verdaderamente incomprensibles.
Por otra parte, la sociedad civil tiene que aprender a exculparse, rectificando comportamientos, recuperando actitudes, alentando a trabajar conjuntamente en pos de objetivos de vida, y no de muerte. Nadie somos perfectos. Por eso, necesitamos trabajar unidos de manera respetuosa. Un pueblo, una nación, un continente seguro de sí mismo, siempre hace historia, escuchando a los ciudadanos, permitiéndoles participar en la construcción de una humanidad solidaria. De ahí la importancia de los agentes educadores de predicar con el ejemplo, de instruir en los valores, de humanizar en definitiva. Al fin y al cabo, sino somos aptos para gobernarnos a nosotros mismos, difícilmente vamos a poder gobernar a nadie.
Todos tenemos derecho a aprender cuestiones de urbanidad y civismo, para ser mejores ciudadanos; con lo que esto conlleva de integrar y concertar todos los aspectos de nuestra vida en la realización de actos conscientes y responsables. No se trata de ajusticiarnos unos a otros, sino de hacer justicia a la víctima. El ojo por ojo, o diente por diente, no es la manera. Indudablemente, es necesario que el infractor primero reconozca su culpa para que pueda corregirse; y una vez enmendada esa acción, pueda reinsertarse en la comunidad. Qué bueno sería que se dieran los pasos necesarios para que todos pudiésemos modificar actuaciones.
Naturalmente, la clemencia nos la merecemos todos, pues aunque no elimina ni disminuye la exigencia de la reparación, propia de esa mujer de ojos vendados, con una balanza en una mano y una espada en la otra, tampoco relega de la necesidad evolutiva propia que va más allá, buscando restaurar las relaciones y reintegrar a las gentes socialmente. Aquí me parece que se halla el gran reto para este mundo global, que entre todos hemos de afrontar, para que las medidas que se adopten contra el mal no se satisfagan únicamente con reprimir, disuadir y aislar a los que lo causaron, sino que les ayuden a sosegarse, a ser personas humanas, que lejos de sus miserias se tornen ellas mismas compasivas y generosas.