Crecí durante 17 años en el mismo edificio, un obelisco de apartamentos con ladrillo a la vista en el que pasé los días más felices de mi infancia. Allí teníamos a todos los clichés clásicos de una propiedad horizontal: Una veterana vecina loca que asustaba a los niños (y de la cual hasta el día de hoy sospecho que es una bruja), una zona común que se convertía en cancha de fútbol después del colegio y, por supuesto, un edificio rival justo cruzando la calle.
Aquel prisma de diez pisos color curuba era como una réplica de mi universo, pero a la inversa. Su celador, fornido y mamagallista, vendía Coca-Cola cuando el litro valía $1.000, mientras el nuestro, un clon de Mario Iguarán, completaba el combo con pan y roscones que servían de ingreso adicional para la administración. Tenían dos estilos diametralmente diferentes que solían chocar constantemente, la tomadera de pelo del de ellos se estrellaba de golpe con la seria timidez del de nosotros. Hasta que una noche todo explotó.
En las madrugadas muertas de Bucaramanga, cada uno salía al umbral de su edificio para charlar junto con el “Turnador”, un guardia en bicicleta al que nunca supimos quién le pagaba las eternas vueltas que le daba a la manzana. Entonces Iguarán se irritó por una broma recurrente respecto de su alopecia, respondió con algo que ofendió al del frente y en medio segundo estaban pechándose y empujándose. El Turnador trató de interceder, pero era demasiado tarde, ya ambos estaban lanzando y eludiendo golpes.
El incidente llegó a su punto más álgido cuando el celador del frente sacó su arma de dotación y le apuntó a Iguarán invitándolo a que entrara a la portería y le repitiera lo que le acaba de decir. Sabía que dentro de su propiedad podía alegar un intento de ataque y justificar los tiros. El cañón nunca se disparó por una oportuna reacción del Turnador que evitó una tragedia, al día ambas administraciones fueron notificadas de lo sucedido y nunca más volvimos a ver a Iguarán.
Si bien Colombia está lejos de una libertad regulatoria como la de Estados Unidos en materia de armas, la masacre en Orlando debe servir para hacernos pensar en las fallas de nuestro propio sistema. De entre ellas, quizás el suministro de armamento legal a personas no preparadas psicológicamente para manejarlo es de nuestros mayores problemas. Las historias de policías, celadores o militares abusando de esas herramientas para intimidar y respaldar su intolerancia no son extrañas en nuestros diarios.
En esta historia de dos edificios, esa noche nadie murió, pero en otros lugares de Colombia el cuento se cuenta diferente. Desafortunados eventos que podrían evitarse con una elección más profesional y estricta de aquellas personas a las que se les cede, así sea por horas, el monopolio de la fuerza del Estado.
Obiter Dictum: Hablando de policías y ladrones, el nuevo Código de Policía y Convivencia tiene cierto tufillo a inconstitucionalidad, veremos caer sus artículos uno a uno ¿Entrar a una casa sin orden judicial? ¿En serio?