Alisher tiene 30 años bien disimulados entre sus marcados rasgos euroasiáticos, es botánico de profesión pero conoce como nadie la historia del Imperio Otomano, la cual revive con desbordada excitación mientras camina por las calles de Estambul prestando sus servicios como guía turístico. Sentados en la orilla asiática del Bósforo entre ancianos pescadores le pregunto por la vida cotidiana de un lugar tan ajeno para los colombianos como lo es su natal Uzbekistán, un integrante más de ese anónimo barrio de países mitad musulmanes mitad soviéticos que a nadie le importan. “Es un buen lugar”, me dice, “pero odio recoger algodón”.
El algodón es el principal componente de la economía uzbeca, “Como el café para las Américas” dice Alisher, y por ello tanto su producción como cosecha son un tema que el intimidante gobierno eterno del presidente Islom Karimov se toma con una seriedad más que extrema. Con un dejo de impotencia, Alisher me cuenta cómo año tras año, entre septiembre y noviembre, su pueblo es obligado por tropas oficiales a internarse en los campos estatales de algodón para ayudar con la recolecta de esta escurridiza fibra.
Vendido como una suerte de servicio militar con visos de deber patriótico y Juegos del Hambre, miles de personas trabajan largas jornadas para alcanzar la meta de kilos establecida por la autoridad, la cual aumenta intempestivamente y sin obedecer a las leyes de la estadística. “¿Y qué pasan si se niegan a ir?” le pregunto, “No quieres tener problemas con ellos, créeme”, y tiene razón, los constantes señalamientos internacionales al ejército uzbeco por sus violaciones sistemáticas a los derechos humanos, los rumores cada vez más documentados de esterilizaciones forzadas a mujeres y un precedente de más de 6.000 presos políticos encarcelados y torturados, hacen de la recolecta de algodón un paseo en el parque.
Huyendo de su propia realidad, Alisher salió de Uzbekistán para instalarse en Estambul mientras con trabajos no calificados ahorraba el dinero suficiente para su doctorado en genética botánica. Modelo, azafato, traductor de ruso y hasta profesor de álgebra, todo ha sido parte de un plan muy elaborado para alejarse para siempre de ese suave infierno blanco que lo espera de vuelta en casa. Pero entonces el Estado Islámico se entrometió en su futuro y tras las bombas de enero en la zona turística de Sultanahmet, a pocos metros del hotel donde él trabaja en el turno nocturno, tuvo razones suficientes para empacar de vuelta.
Hoy Alisher está otra vez en Taskent con su prometida y su familia, al tiempo que prepara su ingreso como docente a la Universidad de Uzbekistán y se alista para una nueva jornada de reclutamiento algodonero de la que solo los militares, los políticos, la farándula y las mujeres casadas con hijos se salvarán. “Tú eres periodista, ven y cuéntales a todos lo que pasa en Uzbekistán” me dijo esa tarde a la orilla del Bósforo, un pacto de amigos que ahora estoy cumpliendo.
“Tu país me asusta” le digo en nuestra última conversación telefónica... “A mí también me asusta” responde antes de colgar.