A veces cuesta creer que seamos más destructores que constructores y que, en lugar de descubrir verdades, avivemos conductas de mentira permanente, en contradicción con nuestro propio espíritu humano.
Decimos que queremos la paz y fabricamos más armas que nunca. Nos falta ética con nosotros mismos. Los efectos del horror e inhumanidad ahí están, cada día somos más peligrosos, más demoledores, hasta el punto que parecemos aliados con la muerte. Con urgencia deberíamos recapacitar, hacer plegaria muda, armonizarnos, sentirnos parte de nuestro análogo, pues tan importante como el alimento, es el aliento; y, tan necesario como el pan de cada día, es la paz de cada amanecer.
Resulta indignante que después de tantos protocolos y convenciones de paz, cada vez sea más largo el número de mártires a los que se les ha destruido su propia existencia. Ahí está el Día de Conmemoración de todas las víctimas de la guerra química (29 de abril), ya no solo como un propósito de recuerdo, también como un deseo firme de hacer desaparecer cualquier tipo de armas de destrucción masiva sobre la faz de la tierra. Hagámoslo realidad de una vez y para siempre.
El uso de sustancias químicas o bacteriológicas en las acciones bélicas es una regresión respecto a las garantías y las protecciones jurídicas que todos nos merecemos.
La condena moral no implica indulgencia alguna. Esto ocurre con los sembradores del terror que causan dolor, devastación y muerte. ¡Cuánta crueldad anida en algunos seres humanos! Ciertamente hay mucha gente desorientada, sin humanidad, que todo lo desprecia, incluida su misma especie a la que no tolera y odia sin reservas.
Indudablemente, los terroristas intentan modificar nuestra manera de ser, atizando miedo, incertidumbre, división. De ahí que sea fundamental tomar otros hábitos, otras costumbres, aceptando la verdad y la justicia en todas partes del mundo. Con razón el verdadero instrumento de progreso de una civilización radica en el factor estético, en su hacer armónico para estar en paz con nosotros mismos.
Moralizar las relaciones de convivencia da pie a entenderse, a adquirir conciencia de la justicia, a educar en la igualdad y a fraternizarse. Lo concordia siempre llega con el activo de los valores humanos, vividos, compartidos y transmitidos por la ciudadanía y los pueblos. Cuando se disgrega el tejido moral de un país todo se derrumba y debemos temer cualquier cosa.
Por otra parte, la memoria vigilante del pasado ha de estar presente en nuestras actuaciones, debería ser una lección, que despertara el bien y la bondad, el valor a la vida y el raciocinio como horizonte a conquistar. Para esto se precisan hombres de Estado, ciudadanos del mundo, dispuestos a dar lo mejor de sí, pues la verdadera civilización no está en la pujanza, sino que es fruto de la victoria sobre nuestra autenticidad, donde el equilibrio mental, el juicio recto, el valor moral, la resistencia, la audacia, nos hace tan fuertes y, a la vez, tan sencillos como el polvo del camino.
No olvidemos que la grandeza de un ser humano guarda relación directa al testimonio de su fuerza moral. Hasta que todos los países se conciencien que las armas no son la solución para el acuerdo y que se deben reservar para el último lugar, donde y cuando los otros medios no basten.
Aún tenemos en la retina de nuestros ojos aquellas terribles imágenes de las víctimas de armas químicas de Sirias, atormentándonos a todos, lo que debe hacernos meditar cuando menos para no volver a menospreciar ninguna vida humana.
Si una de las condiciones esenciales para convivir es el desarme, para vivir unidos es la cooperación para que el planeta, en su conjunto, pueda llegar a pactar un nivel mínimo de armamento, compatible con sus exigencias de seguridad y defensa. Al fin y al cabo, vivir en contradicción es un sin vivir, porque hasta la misma esperanza, bajo esta atmósfera, se convierte en algo quimérico.
Por: Víctor Corcoba Herrero