Los colombianos siempre se han sentido superiores a los ecuatorianos. Es esa una de las prendas que nos adornan como pueblo: el complejito de inferioridad que nos pone en genuflexión ante unos, nos lo cobramos con otros, dizque menores en algo, solo porque en realidad son menos ruidosos que nosotros. He visto las imágenes de los amigos del Ecuador en esta mala pasada que les tocó vivir, he escuchado su acento tan cercano en la televisión, su actitud adolorida pero tranquila, y la conmoción me ha podido hasta los huesos. Sorprende el aire esperanzado de esas gentes: la certeza de que algo, o alguien, proveerá sus necesidades. El tono pausado, la deglución del pesar a pedazos digeribles, la aproximación a esa realidad emergente de la muerte desde la tierna conciencia de que la vida seguirá, y seguirá.
Lo que hace la paz en un país, pienso. Se trata, el Ecuador, de un digno país pequeño en geografía, que, de la incertidumbre de las inestabilidades sociales sucesivas, del propio menosprecio cultural ancestral, y de la tristeza de centurias, se ha erigido en baluarte de la nueva América Latina, y sin hacer alarde de nada. La tibieza que contagian esos habitantes más mestizos que nosotros, su inmerecida suerte de tragedia, los colores de su bandera…, todo eso me recuerda a Colombia sin desolación, sin la marca indeleble de la crueldad que llevamos en la frente gacha los de este país violento, acostumbrado a suplir con los actos bajos de sus innombrables vástagos a la naturaleza, o a Dios, en sus caprichos destructivos.
En Colombia se sorprenden cuando saben que algo de Ecuador -como las carreteras o el aeropuerto de Quito- es mejor que lo respectivo de acá. Nadie, eso sí, pero nadie se pone a pensar que en el largo plazo más vale la riqueza de la serenidad que las premuras de la competencia desbocada: la mayoría de los ecuatorianos ni se enteran lo que piensan los colombianos sobre ellos: solo desean que los dejen solos, y que no les sea impuesta una guerra ajena que no entienden, ni quieren, ni tienen por qué entender. No es ningún secreto que nos hemos vuelto unos indeseables, allí, y en otros lugares. No hay de qué avergonzarse: la nuestra es una sociedad enferma, que ha agotado en orgullos sangrientos y carentes de razón casi toda su capacidad de reacción ante la adversidad.
Por eso escribo esta columna. Para ver cómo no compartimos un destino de mayor sosiego ante las trampas de la existencia. Porque la desesperación es cosa nuestra; la precipitación, el aire que respiramos; la venganza, una educación que se imparte y se recibe desde el vientre materno. Ecuador estaba mejor que nunca hasta antes de esta desgarradora desgracia. El destino tiene sus cosas. Me pregunto qué viene ahora, con el diez por ciento de la población nacional empobrecida, con menos que poco para repartir, sin ánimo suficiente para desperdiciar.
Espero en solitario que la fuerza del amor, la de un pueblo que ha sabido esperar, ahora le alcance para reconstruir su pasado desde el futuro que toda destrucción trae consigo. Así es la vida también, que embroma a la muerte.