Resulta cuando menos curioso que la reflexión más común en relación con la justiciabilidad del derecho internacional (público, especialmente), tanto entre doctos como entre legos, sea la de que, en últimas, se trata de algo que, en la vida íntima de las naciones, repugna a la misma, y que, por lo tanto, su cumplimiento es fácilmente contrario a la legalidad interna.
De ahí, parte del rechazo de 2012, y del de ahora, frente a las decisiones contra Colombia de la Corte Internacional de Justicia –CIJ-. Pues la idea de derecho está inevitablemente unida, en la mente de los ciudadanos, a la noción de fuerza coercitiva, es decir, a la posibilidad de hacer cumplir lo que se decide; de lo contrario, no implica mayor cosa. En esto, el poder de coerción con que se nos puede compeler un posible revés final en las dos sentencias pendientes, no es notorio. Está allí, a pesar de todo.
Hay que decir, sin embargo, que los análisis más avezados coinciden en señalar lo obvio frente a la actitud colombiana frente al diferendo con Nicaragua: más allá de las entendibles decisiones políticas del gobierno al respecto (la bravuconada, que tan necesaria era), debemos evitar a toda costa convertirnos en un país paria. En otras palabras: la legalidad interna (manipulable o no para el caso concreto) no puede estar por encima del orden internacional, aunque este sea deleznable. Esta presumible condición espuria de las decisiones de jueces ajenos a nuestra realidad parece estar solventada a partir de uno de los vicios más comunes de la civilización moderna: el recurso de la moral superior. Esto se aprecia bien en la aproximación a temas relacionados: ¿qué es, finalmente, la costumbre internacional, sino un asunto de “recta” conciencia de los países?; o, ¿dónde yace el deber moral de proteger poblaciones que las potencias del Consejo de Seguridad de la ONU se arrogan sino en una noción de superioridad respecto de las viejas colonias?
Moral, y no derecho, es lo que se puede verificar mundialmente ante la ausencia de institucionalidad, o de constitución global. Decía que la fuerza vinculante de las decisiones de la CIJ está ahí, aunque invisible. Pero en verdad se ve: si incumplimos las providencias que nos son contrarias dejamos de ser, “moralmente”, un Estado serio, o sea, igual “jurídicamente” a los grandes. Por ejemplo, si no volvemos a La Haya: adiós, OCDE. La defensa política colombiana seguramente –paradójicamente- estará basada allí (en la OCDE, y en otras partes donde nos den portazos) en ideas jurídicas: tal vez apelemos a la consabida fragmentación del derecho internacional (ausencia de jerarquías entre las cortes internacionales, debido a la proliferación excesiva de las mismas). Y, aunque en el escenario en cuestión se nos diga que la CIJ es el órgano natural de cierre de cuestiones de derecho internacional público (y que eso lo sabe cualquiera en un sistema federal), nuestra posición será inamovible: no cumplimos el derecho que nos impone un grupo de políticos togados, pues en realidad respetamos la legalidad.
O sea que declararemos –eventualmente- que no cumplimos los fallos porque en verdad acatamos al derecho. Algo así. También, claro, podríamos simplemente decir lo que dijo el expresidente de la República, y exsecretario de la OEA, César Gaviria: negamos jurisdicción a la CIJ porque “no nos vamos a dejar joder”. Si hablamos de moral (o sea de subjetividades coyunturales), y no de derecho propiamente dicho (de una corte seria, que siga su propia jurisprudencia), eso también podría hacerse validar.
Por: Tulio Ramos Mancilla