Somos historia de nuestra propia humanidad. Desde siempre hemos intentando evadirnos de nuestras miserias, buscando nuevos horizontes más seguros, cuando menos para gozar de una subsistencia digna de la que todos somos parte. Ciertamente, cada ser humano ha de realizar su especifica calzada, en unión a sus análogos viandantes. El desarrollo, pues, no se puede reducir únicamente al crecimiento económico, sino a todo aquello que nos circunscribe como ciudadanos del mundo, como seres pensantes dispuestos a dar lo mejor de sí por la colectividad de la que formamos parte; al fin y al cabo, somos un todo en un armónico universo en el que nada es por sí mismo. En consecuencia, nos ha de mover un incondicional deber personal a ser cada día mejores caminantes para trazar, de este modo, unos caminos más humanitarios que nos fortalezcan como linaje.
La humanidad que todos compartimos, tanto a través de nuestros ascendientes como descendientes, aparte de llevar consigo una innata vocación al desarrollo de la estirpe, ha de activar una escala de valores que nos haga reencontrarnos como colectivo. Por tanto, tan importante como hallarse a sí mismo el ser humano, es poder sentirse miembro de una colectividad, de la que forma parte, sin exclusiones. Hay que remontarse de las debilidades a la voluntad de cooperación, jamás discriminar a nadie, y tender puentes para emprender caminos contiguos, donde nadie camine como propiedad de nadie, sino como parte de la prosperidad humanitaria.
Efectivamente, el ser humano ha dejado de ser verdaderamente humano, convirtiéndose en su peor enemigo, en la medida que se ha dejado dominar por la técnica o las finanzas, convirtiéndose en un auténtico esclavo de la posesión, cuando en realidad la felicidad no está en reunir, sino en saber donarse, en acompañar.
Afanados en aumentar una producción que jamás nos saciará, a mi manera de ver, nada es más trascendental hoy en día, que ponernos al servicio de aquel ser humano que solicita nuestra ayuda. Este es el auténtico deber comunitario: ponernos al servicio de nuestro semejante para producir mayores activos armónicos. Todo lo demás sobra, genera avaricia, desigualdades, incomprensiones, locuras... Por eso, habría que rendir un verdadero homenaje a todos aquellos que se gastan el tiempo hasta desgastarse por los demás. Ellos sí que saben vivir, y sí que son referencia y referente, en un mundo al que, por desgracia, solo le mueve el interés. Pienso en este momento, también, en aquellos que se juegan su exclusiva vida en la defensa de los derechos humanos. Con sus desvelos educan, despiertan conciencias; y, lo que es más saludable, avivan la solidaridad entre culturas, luchando por desenmascarar tantas injusticias sembradas.
Indudablemente, toda acción social implica un deber comunitario, que a mi juicio ha de instruirse con mayor tesón a las nuevas generaciones, para que se produzca el gran cambio social. Hasta ahora hemos hablado mucho del bien común, pero muy poco de las obligaciones que esto supone a cada ser humano. Mal que nos pese, somos una generación enferma. Ante cualquier penuria, como puede ser el deber de la hospitalidad, actuamos con una frialdad tremenda. Olvidamos que podríamos ser cualquiera de nosotros. Me parece, por consiguiente, una noticia esperanzadora que el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, haya adoptado unánimemente una resolución en la que insta a los Estados a invertir más en la juventud, como medida para garantizar la paz y la seguridad, el desarrollo y el progreso de todas las sociedades. Me parece bien que el preámbulo del documento subraye que los jóvenes tengan un papel activo en la configuración de lo armónico, máxime en un momento en que algunas organizaciones terroristas pretenden reclutarlos para matar. La vida no es para eso, es para vivirla, o si quieren dando amor, que es lo que realmente necesitamos para sentirnos bien.
Por: Víctor Corcoba Herrero
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