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Mié, Dic

La deshora de las brujas

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

La otra noche me desperté en plena oscuridad con el estómago ardiendo por la acidez, así que me dirigí corriendo a la cocina, donde, al llegar al umbral de la puerta, no pude menos de quedarme parado viendo fijamente el reloj de pared que tengo colgado ahí, sentencioso. Aunque sin gafas, pude ver clarito la hora que en ese instante daba el aparato del tiempo: las tres de la mañana exactas, ni un minuto más ni uno menos. Y el segundero seguía andando. Recordé, por supuesto, aquella película de 2005, El exorcismo de Emily Rose, una de las más seriamente documentadas sobre esos temas sobrenaturales, en la que se afirma que la por los europeos llamada "Hora de las brujas", o sea las tres antes del mediodía, corresponde al escalofriante momento en que el Diablo anda suelto y trabajando, y que, además, el tipo de los cuernos se burla de esa manera de la muerte redentora de Jesucristo, y de todos los que creemos en Él, pues, como está dicho, el hijo de Dios padre murió a las tres, pero de la tarde.

La inversión de los horarios representaría la maldad intencionada del ser de las tinieblas, a más de su vocación mamagallista, que en ese momento me pareció tan bobalicona como un chiste de costeños. Sea como fuere, era tan fuerte mi malestar digestivo que decidí coger al reloj, a su hora loca, y a todos mis temores cinematográficos, y mandarlos decididamente al mismísimo Demonio, mientras buscaba desesperado un paliativo para el infierno llameante de mis entrañas.

Aunque ya pasó una semana desde el 31 de octubre, las historias espectrales siguen gravitando alrededor de lo que sea que haya dentro de mi cabeza. De los escenarios registrados recurrentemente, el que me ha interesado siempre es el del taxista que recoge a una extraña y hermosa pasajera en un lugar solitario, a la que lleva a una dirección al otro lado de la respectiva ciudad, en medio de un silencio sepulcral y un frio de lápida marmórea que invaden todo el ámbito interno, para después ver cómo la muy fresca desciende del carro y camina a través del muro o la verja de la casa a la que así entra. Ante la mirada de calosfríos del inerte conductor, quien no logra encontrar el embrague lo suficientemente rápido en ese momento para escapar de allí, la mujer se ha evaporado. Merced a su propia curiosidad, el buen cristiano suele regresar al día siguiente a la misma vivienda para contar el susto preguntando por lo que pasó, y entonces recibe la explicación previsible de que la muertita era la hija/sobrina/nieta de la señora que lo atiende, y que hace apenas tres días/semanas/meses que la pobre se fue al otro lado para no volver. El cuento tiene variantes: por ejemplo, la mujer murió después de ser atacada sexualmente cerca del sitio donde al inicio estaba; o, se aparece vestida con hábitos de monja; a veces paga el servicio inmediatamente, rozando los dedos del chofer con sus falanges congeladas, y en otras le pide al conductor que vuelva al día siguiente por su plata.

Como pasa con la leyenda de La Llorona, que tanto me asustaba de niño, esta trágica narrativa también varía de país en país, al igual que los productos que venden las multinacionales más importantes. Sin embargo, el elemento común de todas las versiones parece ser el sustento teórico: algunos muertos no saben que se fueron, porque debido a las circunstancias de su fallecimiento no quieren, o no pueden, aceptar su nuevo status quo. La idea también fue popularizada por el cine, a través de la famosa El sexto sentido; pero más allá de ello, todo indica que se trata de una verdad ya antaño comprobada por los que se dedican profesionalmente al tema. En últimas, no tiene nada de raro que el distraído en vida también lo sea estando muerto: no ha de ser esa una situación que facilite la concentración tampoco. Por mi parte, creo que también hay gente viva que no se ha dado cuenta de que lo está, muertos vivientes a los que estas historias no dicen nada, ya que, claro, los fantasmas no existen.