La primera vez que vi a Chespirito y su elenco en el televisor yo tendría unos cinco años. No entendía muy bien lo que decían los personajes, pero recuerdo que me parecía gracioso su acento y la seriedad con que se embromaban entre ellos, pues ninguno se reía y sin embargo todo lo que hacían era risible. Desde entonces fueron deliciosas, mágicas, mis mañanas de los sábados y los domingos, con estruendosas carcajadas liberadas por ver las extrañas cotidianidades de aquellos niños dudosos que durante mucho tiempo me engañaron, hasta que descubrí, no sin asombro, que en realidad se trataba de unos adultos disfrazados que llamaban actores. Entender a los pequeños no es fácil, pero él, "el supercomediante", lo pudo hacer a través de esos libretos tan naturales y de esas representaciones bien dirigidas, además de la escenografía, la narración, la música, la vida elemental que se desprendía de la pantalla… Todo, su creación.
¿Cómo podría no doler la muerte de quien produjo esa irrecuperable felicidad? Entiendo hasta a los que han lagrimeado por Roberto Gómez Bolaños sin haberlo conocido siquiera. ¿Quién necesitaba verlo en persona para quererlo, después de todo? Era, sin duda, uno de esos seres excepcionales, cuya misión cumplida fue demostrar con hechos que se puede vivir una vida exitosa y que también se puede pensar en los demás. Si se volvió rico o no haciendo lo que disfrutaba, ¿a quién le importa?: ¿a los que no hacen nada de nada, tal vez? Lo único cierto es que dejó el mundo mucho mejor de lo que lo encontró; se valió del gran invento de nuestra era para hacer a ratos de Latinoamérica lo que ella aún no ha podido ser: una sola nación de amistad, o, al menos, un país de un solo idioma: el mexicano, en este caso.
Florinda Meza, su Doña Florinda, no se cansó de repetirlo cuando daban una entrevista juntos o por separado: "Es un buen hombre". Si la mujer de uno dice eso de uno, es posible, muy posible que sea cierto. Hay cosas que no se pueden fingir. Pero la bondad esencial de Chespirito, transferida espiritualmente a los protagonistas de nuestra infancia, no debe engañarnos. En la autobiografía de don Roberto, que leí de un tirón cuando salió a la venta, hace unos años, quedó muy clara la gran personalidad del pequeño cómico de Ciudad de México: noble, pero corajudo. No hay que olvidar que no tuvo una vida inicial fácil, y que, no obstante, nunca se lo veía quejándose, como tampoco lo hacían los habitantes pobres de la bonita vecindad del Chavo del ocho (siempre me pareció cosa ardua donde las haya hacer reír con la pobreza material como fondo).
Hay un evento significativo descrito en su libro, con detalle aunque sin vanagloria, que ilustra la fuerza que impulsaba un temperamento, el suyo, que era pacífico y cordial, aun con sus enemigos. Un día,al salir a la calle olvidó sus cigarrillos (daño que le hicieron), y de repente empezó a sentir la horrible abstinencia y el miedo que da el no tener a la mano lo que se requiere para poder equilibrarse. Y entonces se detuvo en seco. Razonó -cuenta- que era ridículo, verdaderamente estúpido depender de algo para poder vivir bien; y ahí mismo, sin darle largas al asunto, decidió que era el momento de dejar de fumar, lo que no había evitado en décadas. Se mantuvo fiel a sí mismo incluso en eso, y lo contaba allí con legítimo orgullo. Cuando leí esa historia creció mi admiración por él, algo que, literalmente, me durará toda la vida. Ojalá haya muerto en paz, como lo merecía. Creo que así fue, a pesar de las envidias que se ganó en la rifa espontánea de la vida, cuyo efecto él solía torear con tanto valor como capacidad de perdonar.
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