Los opositores al proceso de paz ya estarán perfeccionando el estribillo que habrán de tararear hasta que se reanuden las conversaciones: a las Farc no les importa ser responsabilizadas históricamente por un eventual fracaso en La Habana, y por ello mismo habían venido desafiando al gobierno mediante la continua perpetración de actos de guerra sucia. Gobierno al que la guerrilla -dirán los guerreristas- siempre consideró tan débil para no ser capaz de suspender, y menos de terminar, el proceso. El intento de razonamiento de la ultraderecha concluirá con la idea de que todo el asunto de Cuba ha sido nada sino una estrategia de distracción subversiva, para así poder pertrecharse logística y territorialmente, y recuperar "lo que habían perdido con Uribe", etc. Pensamientos simplistas que no conducen a ningún lado, pues niegan la actual lógica histórica.
Cuando me refiero a la historia, no hablo exactamente de lo que pasó, sino de lo que va a pasar. Creo que, en el mismo sentido, lo cifró Santos: a la guerrilla sí que le importa todo esto. Sin embargo, en primera instancia, me atrevo a intuir que, hasta cierto punto, es verdad que sus jefes no creían que el presidente fuera capaz de suspender las negociaciones, o, al menos, que lo hiciera en este momento; pues podía entenderse que, para alguien que ha basado en la paz su mandato, era arriesgado hacer lo que no podía, y que al final hizo. Es claro, entre otras cosas, que Santos ha recuperado el poder de actuar a sangre fría, indispensable para dar la impresión de imprevisibilidad y aprovechar el efecto negocial en el contrario. Esto, porque, en segundo lugar, se puede percibir el desconcierto de las Farc, que no esperaban la inversión de la carga de la paz.
Así, lo de Santos no parece apuesta de bravata, sino producto del cálculo pragmático, y de ejercer la presciencia, esa adivinación del futuro informada por los patrones del pasado; porque, ¿qué opciones reales les ha dejado a las Farc? Ellas han querido tramitar el acuerdo lo más lento posible; de ello depende, entienden, la validación internacional que podría salvar a los máximos responsables de sus masacres de ser colgados en la plaza de Bolívar de Bogotá por una turba de, digamos, refundadores de la patria. Esa visibilidad revolucionaria, que aspiraba a ser lograda con unos tres años más de dilación apoyada en la bala, por ahora se esfumó. Santos es paciente, pero no tanto, y en eso la guerrilla se parece a los uribistas: se dejan engañar por las apariencias. A pesar de las malas encuestas, la gente no quiere saber nada del conflicto. El proceso suspendido, a diferencia de los de Pastrana o Betancourt, no ha sido ninguna plataforma de intereses inescrutables, sino una representación rigurosamente colombiana, donde han quedado expuestos todos los actores de la tragedia con un alto nivel de transparencia y de realismo. Por eso, a estas alturas, fallarle al proceso de paz no es burlarse del gobierno, que ha hecho lo que tenía que hacer, y se ha encargado de que se sepa; el incumplimiento de la guerrilla se siente ante el pueblo, y es el sentir del pueblo colombiano, judicante en silencio, el que les interesa a los países que intervienen moralmente, y que pueden garantizar el perdón sin olvido que, en últimas, necesitan quienes ahora tendrán que recular si no están dispuestos a quedar en las manos de los que nada saben de justicia y paz, y sí mucho de venganza. Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.
Comparte: