Me he convertido en un entusiasta de la explicación agringada que el canal de la National Geographic hace sobre la Gran Guerra, la Primera Guerra Mundial, que fue de julio de 1914 a noviembre de 1918, inicialmente en Europa, y después, en el resto del mundo. Por eso era mundial, porque, de una u otra forma, el colonialismo de los europeos logró hacer de un problemita de egos locales entre primos un asunto de muertos universales.
Después de todo, ¿cómo es posible que, so pretexto del lacrimógeno nacionalismo, unas minorías económicamente poderosas hayan logrado mandar a la tumba a millones de sus compatriotas, así como haber involucrado a las poblaciones de los territorios coloniales de sus respectivos países en la misma masacre?, ¿todo por la "patria"?: ¿cuál patria es la muerte en defensa de la plata de otros?
Este tema fue brillantemente abordado por la campaña presidencial reeleccionista hace un par de meses: la guerra no es simplemente un hecho que hay que aceptar como inevitable y ya, porque supuestamente es necesario "defender a la patria de los bandidos", porque "con el terrorismo no se negocia", porque "no hay otra salida", o por cualquier otra sinrazón bravucona/bobalicona. No, no es cierto. Finalmente, ¿quién pone los muertos? No los ricos. La gente ha tomado nota, poco a poco, de la gran mentira que encierra esa pretendida inevitabilidad bélica, y por eso, la opción de mantener la guerra indefinidamente perdió las elecciones pasadas, así como destrozada y humillada terminó Alemania en 1918 gracias al impulso guerrerista de sus industriales, temerosos del movimiento obrero, aprovechadores de un débil al mando para hacer su "ataque preventivo".
Hoy los europeos no hablan de nacionalidades como entonces lo hacían, sus fronteras comunitarias casi no existen, y todos allá entienden, ahora sí, el mismo idioma: el dolor de la Primera Guerra, del que no aprendieron, se repitió a las dos décadas a través de los rencores podridos, y eso ya no lo olvidaron. Por lo demás, de nada sirvieron en 1914 los antecedentes seculares de sus estúpidas luchas feudales, pues de todas formas sobraron los que se subieron alegres en los trenes a acuartelarse, atrincherarse y morir por algo que nunca realmente existió. En eso, los documentales de la Geographic son prolijos, y dejan ver las caras sonrientes de la ingenuidad antes de que ellas supieran siquiera cómo se verían en televisión, vivas aún.
La guerra no es la guerra porque ella no es inevitable. Y si estamos en una que ya empezó, como en Colombia, tampoco es indefectible que la única solución para terminarla sea la muerte del contrario. No es cierto eso de que, como estamos en guerra, todo vale, todo tiene que valer porque si no eres tú el que muere, seré yo. La verdad inmutable es que ninguno de los dos tiene que caer. En relación con lo que ha pasado últimamente, ignoro si Santos desclasificó la información de los acuerdos con las Farc por temor a que no esté andando la cosa.
Sea como fuere, me manifiesto en contra de esa estrategia: había que esperar a que todo estuviera negociado para no generar a largo plazo riesgo de desarmar lo que ya se consiguió. Si es temor lo que hay en el gobierno, a que se estanque el proceso, a que se caiga todo merced al sabotaje criminal, y por ello se hizo el destape, sólo hay que recordar que para que la guerra sea sólo se requiere que una sola cosa triunfe en favor de los fanáticos de la destrucción de la siempre frágil armonía: el miedo, generarlo, demostrarlo; y que, para construir la paz, aunque parezca increíble, es valor lo que hace falta.
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