Esa, la famosa frase de Luis XIV de Francia, tan ridícula que suena hoy como realista era en su siglo XVII, sirve para ver destripado el absolutismo despreocupado de aquel que se sabe con el poder de controlar las vidas ajenas sin que nada, al final de cuentas, pueda impedírselo.
Después de esa oración, y hasta hoy -según dicen-, triunfaron las diferentes vertientes del contractualismo que venían cocinándose en Inglaterra (a la que tal vez mañana, 18 de septiembre, le terminen de cercenar su extemporáneo imperio) y en la misma Francia, guillotina en mano, cabeza rodante por el piso. Y así, la teoría del contrato social colonizó al resto del mundo, que no se ha cansado de reproducirla después de ser invadido de una u otra forma por los hijos de sus creadores.
Tan fecunda es la cuestión de la sustitución de poderes omnímodos por aquellos aparentemente consensuados, y por ello, limitados, que, en la actualidad, según algunos definidores del derecho internacional, parece existir una nueva teoría contractualista universal, la de la "comunidad internacional", basada en la capacidad moral para contratar -y mandar- que solo tienen los países llamados por sí mismos "liberales". Ese es otro tema, y extenso, pero ayuda a entender cuán importante es el cuento de que un pacto nos una para poder convivir, en la sociedad de países, o en la junta de propietarios del edificio: una vez los promotores -por ser sus determinadores- de tal o cual tratado social logran dominar la redacción clausular del mismo, ése convenio se impondrá a los demás en nombre de una palabra mil veces prostituida, por lo fácil que es pronunciarla, la "legitimidad".
A eso le apostamos en Colombia: ser la imagen empeorada de lo que fracasa en el "mundo libre". No podría ser de otra forma, desde luego. El caso es lo que pasa en estos días con los gremios de industriales, de comerciantes, de productores, de exportadores, frente a los funcionarios del gobierno, que más parecen sus mandaderos. (Por no citar, digamos, al señor Sarmiento Angulo, genuino rey de la economía colombiana, y con ella, de las almas colombianas). Me refiero a las declaraciones que entregan ministros y directores para corregir, humildes, alguna propuesta gobiernista de reforma hecha sobre cualquier tema, como lo del impuesto al patrimonio, o las horas extras, o como la elección del procurador; y ello, ex post facto, es decir, después del regaño público-privado de los verdaderos dueños del destino común: los de la plata, que son los que, en teoría inamovible, "mueven el aparato productivo", "generan empleo", pero que, en realidad, están siempre maleando la forma que el Estado debe tener para que "legítimamente" les sirva.
Paradójicamente, en esos países que se auto-complacen diciendo que comparten "valores liberales" entre ellos, y que, por eso mismo, proclaman al mundo que tienen el deber moral de dirigirlo, y lo hacen a su antojo, los poseedores de la gran riqueza suelen estar tan fuera de la ley como la sociedad que regentan se lo permita -porque, aunque no tanto, lo están-, y ello suele ser algo bastante menos lesivo de lo que se ve aquí. Tal vez sea por eso que los que deciden por los demás en el planeta se sienten con el derecho de reproducir la estructura de abuso que, por contraste, aparece como superada en sus propios suelos; es posible que en esos Estados estén ya más interesados en los recursos naturales de otros Estados, estos, menos "liberales" y más ingenuos.
Y que todo vuelva a empezar. Mientras tanto, en Colombia, se seguirá viendo a algún representante gremial furioso, diciéndole al gobierno que elegimos lo que debe hacer, como espetándole: "¿Estado social?, ¿Estado social de derecho? No me hagas reír: L'État, c'est moi".
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