Abogado que soy, tengo el vicio de pensar en todos los actos de la vida relacionándolos con sus posibles efectos jurídicos. Podría decirse que es un intento reduccionista, por mi parte, de controlar lo incontrolable. Puede ser: después de todo, el derecho es una respuesta de la inteligencia para organizar el caos que por definición es toda sociedad de individuos. Hay, no obstante, zonas grises en la ley que siempre permiten pensar en que algo quedó faltando; o, como dicen algunos, en que la "realidad supera a la ficción", entendiendo a esta última como aquella operación imaginativa, incluso creativa, de examen a las reglas de la experiencia, que el juicioso y racional legislador colombiano realiza sabiamente en la soledad de su poder capitolino.
He estado pensando en esto con ocasión del caso del estudiante homosexual de último año de bachillerato al que, en su colegio, su entorno, su familia, se le cerraron las salidas que un joven de su edad y circunstancias podría tener para aferrarse al mundo, y que por eso optó por matarse. He pensado, en medio de las noticias y opiniones solidarias, que no faltarán los que, entre los "buenos", digan que, lamentable y todo, al fin y al cabo él se lo había buscado, por no ocultar que era marica, o por haberlo mostrado y no saber defenderlo, por recurrir a la salida fácil que es la muerte, por no aguantar, por no buscar ayuda… etc. No faltarán los que piensen así, cuan valiente es hablar sin actuar.
También he pensado que ese es el germen de un suicidio de estas características: la descorazonadora indiferencia de los que no quieren meterse a defensores de los fáciles de atacar por otros.
En un escenario así de árido, ¿no seremos todos los responsables de que alguien se mate?, y, ¿no muere una parte de nosotros mismos cuando un suicida nos mata de vergüenza? Estoy hablando tanto de los matoneadores (y Colombia sí que es un país de matoneo constante) como de los que solo se ríen. Hablo de la anulación de una persona por parte de sus semejantes, más allá de creencias religiosas o de obligaciones jurídicas: me refiero a la negación colectiva universal (el colegio es un universo) de la existencia digna de un ser humano, que, por ello, bien podría terminar por creer que los demás tienen razón y entonces considerarse a sí mismo poco menos que basura. Es cuando la muerte ya no suena tan absurda.
¿Esto no es un crimen? No, no lo es. Al menos no a la luz del código penal. A los que lo sugieren, tal vez de buena fe, o quizás por manía regulatoria ineficaz, les digo: si en este país no condenan a los que matan u ordenan matar a la vista de todos (y esos llegan hasta a presidentes y senadores), ¿cómo van a condenar a toda una comunidad sin duda indirectamente culpable, sí, pero incólume desde el principio? Pero más importante aún: ¿cómo se va a hacer para dejar de pensar que el derecho puede meterse en la conciencias de las personas y hacerlas, al menos, activamente tolerantes? No, el derecho no crea valores, no hace eso: es al contrario. Es un conglomerado fuerte el que tiene que darles validez a sus normas; si no es así, ninguna sanción podrá cerrar jamás el círculo que legitimaría una prohibición que en realidad no se siente como necesaria en la vida social cotidiana.
En otras palabras: si una sociedad toda no rechaza con hechos la discriminación, ¿para qué pedirles a los poderes judicial y legislativo que enderecen lo que está torcido dentro de cada quien?
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