Parece que una de las características de algunos colombianos es la de admirar a aquellos que se ufanan, tanto de ser delincuentes, como de ser peleles, al tiempo o por separado. Pero, ahora recuerdo, hay otro rasgo común aún peor (o mejor, en este caso): ciertos compatriotas tienden a dar por hechas las cosas con el primer resultado: así ha sido en el fútbol, en el ciclismo, y, claro, en la política. Ya veremos lo que pasará en la segunda vuelta presidencial, en pocos días, cuando la unidad real de la Nación se yerga merced al propósito fundamental de la Paz, que no es ningún discurso vacío y vengativo, y que finalmente terminará por imponerse si Santos lo puede traducir mejor al electorado. Por el momento, los que así lo creen, que sigan rumiando que ganaron. Al final de cuentas, es comprensible, los fanatismos funcionan con la emoción, y no con el cerebro. Y, por eso, cuando se caen, lo hacen para siempre.
Pues la Paz es, en verdad, la mayor de todas las convicciones que puede haber en cualquier sociedad. Un país no es civilizado y feliz si tiene tecnología desarrollada, recursos naturales que explotar (o que entregar), o incluso millones para la danza de sus parásitos. Un país, en cambio, es grande si es activo (¡nunca pasivo!) en la conquista de la pacificación ampliamente -pacientemente- concertada. La Paz, señores Uribe-Zuluaga, no es esa cosa vana que pueda sacrificarse por el prurito de poder que los posee a ustedes, quién sabe si por el miedo a tener que responder por sus actos -sin poder mandar para ocultarlos- ante la justicia histórica de los hombres, que es a la que deben temer. Tanto la Paz es necesariamente una convicción, como es puro fanatismo la guerra. La primera es producto de la razón, mientras la segunda lo es del desequilibrio que va atado a la venganza sin fin. En otras palabras, señores Uribe-Zuluaga, lo que estoy diciendo es que ustedes representan el lado desequilibrado de Colombia: lo interpretan, lo alimentan, y es por eso que la desgracia estaría asegurada con ustedes. Pero eso no pasará.
"La clemencia con los criminales es un ataque a la virtud", sentenció Simón Bolívar. Santos tiene que seguir atacando a esa tercera cosa llamada Uribe-Zuluaga, con las pruebas en la mano, que las tiene (a diferencia del calumniador Álvaro Uribe, que pretende burlarse de la justicia), y recordarle todos los días al pueblo que Zuluaga mintió, no una, sino todas las veces que consideró necesarias para tapar su delito. Mintió descaradamente a Colombia, y lo hizo sobre la comisión de una conducta penalizada por la que debe pagar. Santos, entonces, para ganar, tiene que repetirnos a diario quién es su contrincante -su talante moral-, qué es lo que éste ha dicho que hará con los diálogos del fin del conflicto en caso de llegar al poder (sencillamente, acabarlos), y, fundamentalmente, mejorar la explicación acerca de lo que se sería, en la vida práctica y cotidiana de los colombianos, la Paz que se construye en la actualidad.
Nada de eso es guerra sucia, es la verdad. Y la verdad hay que decirla, o se hace uno coautor de la mentira: estamos tan acostumbrados a la guerra (a ser los perdedores de esa guerra), que nos parece muy normal que haya un candidato, un ente, un engendro denominado Uribe-Zuluaga, que amenaza alegremente con espiarnos, con mandarnos a matarnos, con seguir favoreciendo a los poderosos que financian su ostentosa campaña, con frenar de una vez por todas la apenas incipiente igualdad social, y, a pesar de todo ello, que no pase nada. Nada. ¡Que ahora también nos digan que es guerra sucia denunciar que estamos habituamos a tan poca democracia, a tan poco!
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