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Mié, Dic

¿Todavía existe el fútbol?

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Yo no entendía por qué la prepotencia de la pre-potencia del Norte, los Estados Unidos de América (?), insistía en denominar a su partido final de béisbol otoñal como "la Liga Mundial", si eran apenas dos equipos de allá (y, a veces, uno del Canadá) los que se enfrentaban. ¿Dónde está el mundo representado ahí?, solía preguntarle molesto a mi papá -él, cansado de mi preguntadera-, mientras veíamos el juego de octubre por televisión, narrado parsimo-niosamente por los ancianos conocedores de Barranquilla: únicos partidos de béisbol que me he aguantado en la vida: ver eso solo me parece una invitación al desastre. Y, a pesar de que un amigo economista, papel y lápiz en mano, me ha explicado unas mil veces cómo se calcula el average de un bateador con base en sus turnos y golpes a la pelota, debo confesar que todavía no le encuentro utilidad alguna a ese deporte llamado béisbol, más allá de que reconozco que me ha servido cada vez que quiero molestar a mis amigos cachacos: les digo que el mayor éxito deportivo de este país lo ha conseguido el Caribe solito, con los dos campeonatos mundiales de los cincuentas, hazañas de novenas conformadas al cien por costeños, carajo. Argumento invencible que los deja mudos. 

En estos días (en realidad, desde hace unos veinte años), se habla de la práctica del mejor fútbol del mundo (el fútbol, deporte que sí es alegre), a propósito de los partidos de la Liga de Campeones de Europa.

El criterio que se utiliza para hablar de "mejor" es simple, y ahora vengo a entender que es el mismo usado por los gringos para hablar de "mundial" de pelota entre dos escuadras suyas: la mayor cantidad de jugadores superiores del orbe, reunidos todos en un solo campeonato. Es verdad. El criterio tiene validez en ambos casos. Ahora bien, en cuanto al fútbol, y a pesar de lo anterior, no es aceptable que casi todos los muchachos colombianos menores de veinte años ya no sean hinchas de un lento y poco profesional onceno de los nuestros, lleno de borrachos, peleas, y faldas, en las concentraciones; no encuentro razón para que sufran cuando pierden aquellos equipos de petimetres ajenos, que nunca van a interesarse realmente por unos aficionados lejanos e insignificantes en cuestiones de plata.

Sin embargo, reconozco que los partidos de Europa tienen todo para ser atractivos: las transmisiones, los estadios, las rubias alegres de las gradas, la potencia, velocidad, fuerza y decisión de los futbolistas, el ambiente en general: se trata, allá, de una fiesta, y no de la pasión transformada en mística suramericana de la Libertadores, patada y puño rifados. De cualquier manera, en lo que a mí respecta, y aunque primero tienen que matarme para que cambie a mi equipo local, he podido disfrutar de la Champions de este año, pues hay un colado allí, en la final.

Por supuesto, hablo del Atlético de Madrid, el equipo plebeyo de la capital española, cuya camiseta semejaba un colchón barato, y que halla en la decaída comunidad madrileña de inmigrantes sudacas un soporte emocional para sus habituales derrotas, trocadas este año en éxitos. Estamos hablando de un conjunto formado en gran parte por latinos, y de Simeone, un técnico que es la viva estampa de la extinta garra rioplatense, que nunca regaló nada al contrario. Eso le pone sabor a un partido que de otra manera sería menos importante: en menos de tres semanas vamos a ver si en el mundo todavía existe un deporte llamado fútbol, cuya belleza radica en que, con coraje, el chico más chico puede mandar al mismísimo infierno al grande, por más que éste lo sea. Veremos.