Han dicho los que saben de esto que fue Cervantes el que inventó la novela moderna. Quiero creer eso, pues en la espesa sangre hispánica reverbera -aunque a la vez reniegue- la infamia de los siglos silenciosos que se unen en un solo sentido, y así, el carácter de humanidad llorona que compartimos a ambas orillas del Atlántico en diagonal no me dejará mentir: la literatura, esa pesquisa eterna de las palabras que mejor definen lo indefinido, acaso lo indefinible, la podemos concebir los que vivimos en español como un sonoro escupitajo a la derrota, accidente que pretende forzarnos a creer en lo imposible.
Quién dice que no, El Quijote es fundamentalmente el anecdotario de los derrotados, de los despreciados, de los invisibles…, y la verdad sólo emerge entre los hombres cuando la adversidad es ley. La vida fácil es quizás menos real.Hace poco más de un mes escribí algo aquí para recordar el último cumpleaños de Gabriel García Márquez, a quien denominé con libertad como el más grande patriota colombiano. ¿Por qué lo llamé así? Hombre, porque, en nuestro caso, la patria sólo existe desde el reconocimiento del fracaso general y compartido, no para quedarse en él, sino para al menos entenderlo; eso fue lo que hizo Gabo con la moderna canción de gesta, en aire de vallenato, llamada Cien años de soledad: demostró con argumentos tan comunes en el Caribe colombiano lo que en el resto de Colombia (¿de América Latina?, ¿de cualquier lugar donde haya risas y lágrimas?) todavía no se había reconocido (¿se reconoció ya, totalmente?). Me refiero a la evidencia de que un país empieza a erguirse con el efecto del tremendismo esclarecedor, y no con la evasiva imitación al otro, más allá de que el cosmopolitismo ayude a ver mejor las cosas: no poder vivir en paz no es sino el resultado de no poder aceptar lo que somos, bueno, malo, regular… e inverosímil.
Es comprendido Gabo cuando en una entrevista declara que al leer La Metamorfosis, de Kafka, por los tiempos de El Bogotazo, se dio cuenta de que "así" también se podía narrar. Hizo lo mismo a su estilo, pero no para rebelarse contra una existencia anodina, como la del atormentado abogado bohemio, sino para incitarnos a gritar de rabia independentista e igualitaria (a semejanza del gran padre de los turcos, Atatürk), porque, al parecer, el Grito del siglo anterior no había sido suficiente. Tenía catorce años la primera vez que leí Cien años, y, aunque escasamente, logré intuir allí lo que el paso de las calendas me ha confirmado: es verdad que Gabo usó la misma cara de palo para echar cuentos que aprendió de su abuelo (o sea, la nuestra), y que tan poco aprecian ciertos académicos de las letras.
Por lo demás, la tarea escolar de esa época dejó de importarme conforme avanzaba en la lectura, y empecé a pensar que todas las novelas deberían estar escritas igual, para que no me aburrieran tanto. Y se me pasó por la cabeza que era divertido escribir. Lo que no concebía entonces era que estaba descifrando algunas claves para lidiar con la imposibilidad absoluta, con la capitulación a que estaba condenado de antemano por haber nacido donde nací. Yo no habría podido entender aún que era una parte de mi propia vida lo que leía, y que era por eso que me gustaba tanto.
Pero después de ver la historia particular profetizada no se vive igual; y, además, se aprende a identificar (pues esto es un problema de identidad) el mejor papel del integrante de una minoría (caribeña) en un país excluyente (y andino). Cien años de soledad es otra biografía de los vencidos: en su primera oportunidad sobre la Tierra, planeta al que le han elevado escrituras. En fin, como quedó sentado en el vallenato, "El que sabe perder hoy, ganará mañana"; de eso, Gabo sabía mucho, y por eso debió de morir aguantando como aguantó, sin quejarse de nada, ni siquiera de lo que, sabía, tendría que venir de parte de la canalla.
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